2 de enero de 2000

La Mareta, Lanzarote. Larga sobremesa de la familia real española al completo, abuela, hijos y nietos. Y un invitado especial, Felipe González. Enciende su Cohiba mientas Don Juan Carlos pregunta: “Mami, ¿me permites?”. Doña María sonríe beatíficamente. La idea de pasar el Fin de Año en Canarias ha sido de ella. Antes de irse para siempre quiere limar asperezas entre sus tres hijos, que Juanito, Pilar y Guitte vuelvan a ser los hermanos inseparables de Estoril, quiere enderezar el matrimonio de Juanito y Sofía, tan tocado por Bárbaras y Martas, quiere que Felipe deje a Eva Sanumm, quiere que se integren las dos nuevas incorporaciones a la familia: Jaime e Iñaki. Quiere, quiere… Pero en este atardecer caluroso, con el cielo tan azul, ya nada le parece muy urgente. Amodorrada, le hace una seña a su dama de compañía, la marquesa de Tablantes, para que empuje su silla hasta su habitación. Sus últimas palabras fueron: “Adiós, Menchu, gracias por todo”. Se quedó sola. María la Brava murió mientras dormía, se abrieron las ventanas y el viento y el siglo XXI entraron de golpe en su cuarto.