Mientras me preparo en casa para ir al Deluxe una compañera de trabajo se está muriendo. Más joven que yo y con tres hijos. Dan ganas de quedarse en casa pero hay que continuar. Además, en momentos como estos, hacer un programa te ayuda a evadirte, a no pensar, a mitigar el miedo. Pero cuando acabo y me meto en el coche que me devuelve a casa aparece de nuevo la incomprensión, el terror, la tristeza, la impotencia. Hoy me cuesta conciliar el sueño. Y hasta que no consigo quedarme dormido desfila por mi mente un amplio catálogo de situaciones que me harían morir de pena. A mi edad, la muerte es un elemento cada vez más recurrente. Desde pequeños sabemos que nos vamos a morir pero como a esa edad todavía seguimos creyendo en el cielo tampoco sufrimos mucho por ese motivo.  Conforme van pasando los años las cosas cambian. Comienzan a desaparecer amigos, familiares, compañeros de trabajo. Y la idea de que en cualquier momento también te puede tocar a ti se hace cada vez más presente. Y reconozco que a mí me cuesta mucho aceptarlo. Es la vida, lo sé. Pero no entiendo cómo a veces puede ser tan injusta. Esta mañana, al despertarme, me ha dado  miedo encender el móvil. Temía que me comunicaran el fallecimiento de mi compañera. No he recibido nada. En otro momento me hubiera engañado, quizás hubiese tenido la capacidad de mirar para otro lado y pensar que mientras vida hay esperanza. Pero precisamente ha sido la vida la que me ha enseñado que eso no es verdad. A primera hora de la tarde recibo un sms: mi compañera acaba de morir. Día triste. Oscuro y negro.

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