A P. y a mí nos encanta el sudeste asiático. Empezamos ya a conocer bastantes países, cada vez que tenemos más de quince días libres nos venimos para acá. Primera escala de este viaje: Kuala Lumpur. La visión de las Torres Petronas ribeteadas de niebla nos parece mágica. Sin embargo, hay algo que provoca un poco de tensión: la lluvia. 

 

Después de Kuala pensamos ir a la playa pero no hacemos más que ver rayos y truenos por todos los lados. Nos despedimos de la capital con lluvia a cascoporro y al llegar al que pensábamos que iba a ser nuestro  refugio paradisíaco caen chuzos de punta. El 24 de diciembre estalla de verdadera la tormenta. Emocional, fundamentalmente. Sigue lloviendo a cántaros. Nada más deprimente que un lugar de playa sin parar de llover. Estoy tan triste que soy incapaz de llamar a mi familia para felicitarles la Navidad. Decidimos irnos a España si el tiempo sigue así. Pienso en el cachondeo que van a armar mis amigos, a los que he estado machacando más de tres meses con mis idílicas vacaciones.

 

Pasamos la Nochebuena sin poder salir de la habitación. Nos vamos a dormir encabronados y sin cenar. Pero el 25 de diciembre se obra el milagro. Sale el sol y comenzamos a relajarnos. Llamo a mi madre, en España son las ocho de la mañana y la noto rara. Imagino que ha habido bronca familiar en la cena del día anterior. “No, no, es que estoy hablando bajito para no  molestar a la perrita que la tengo aquí al lado durmiendo”.  Sonrío. Tiene a su hijo a miles de kilómetros de distancia pero para ella es más importante no despertar a Nina. El orden ha vuelto a mi vida.