Mi familia paterna es de Murcia. Mi abuela era de Mazarrón, mi abuelo de Cieza. He pasado muchos veranos y muchas Semanas Santas en este último pueblo. De ahí que me produzca especial emoción llevar mi función a estas tierras. Llegamos el sábado a Murcia. Hacemos el trayecto en coche y me acuerdo de cuando viajábamos toda la familia junta, hace más de treinta años. Carreteras regulares, coches sin aire acondicionado. Y cómo eran las ventas donde parábamos a descansar: cochambrosas, abría el bocadillo que me había preparado mi madre envuelto en papel de plata y aparecían cientos de moscas. El domingo por la mañana me llama la Rigalt a las once de la mañana y aprovecho para felicitarla por su cumpleaños. Me cuenta que está en la cama sin poder moverse porque su nieta Jordana quiere obsequiarla llevándole el desayuno. Unas magdalenas hechas por ella misma. Cuando habla de su nieta se le cae la baba. Me hace mucha gracia verla tan entregada, ella que es poco dada a bajar la guardia en el terreno sentimental. Luego la llamaré para ver a qué hora ha podido abandonar la cama. Y para preguntarle qué tal estaban las magdalenas. Por la noche actuamos en el Auditorio Víctor Villegas, que está a reventar. El público nos despide entusiasmado y yo me emociono pensando en aquellos miembros de mi familia que no están. Tras la actuación, ceno con mi madre, primos y tíos de la tierra. Hacía años que no nos veíamos pero cuando nos ponemos a recordar parece que se para el tiempo. A los postres aparece Jesús Manuel y acaba bailando una jota con mi prima Puri. Felicidad absoluta.