El miércoles hablo con José. “¿Vas a ir al Orgullo?” le pregunto. “No. Voy a dar unas cervecitas en la terraza de mi casa. Es que ahora me parece todo muy excesivo”, responde. “Mira José, no digas tonterías. Hace diez años en ese mismo Orgullo tú y yo nos lo hemos pasado la mar de bien, así que no me hables de excesos que también los hemos disfrutado”. Silencio. “Pues tienes razón”, concluye. Vaya si la tengo. Hay gente de cierta edad que arruga un poco el morro cuando se habla del Orgullo. No los entiendo. Yo hace años que ya no voy pero porque no quiero que me achicharren a fotos, porque no tengo gente divertida a mi alrededor que me anime a ir y porque me incomodan esas fiestas multitudinarias en las que no te puedes ir a casa cuando te dé la gana porque coger un taxi resulta una odisea. Pero no seré yo quien critique el Orgullo. Larga vida. Reivindicación, diversión, desfase y a disfrutar que son dos días. Cuando gays de mi quinta sienten nostalgia por Orgullos pasados me desespero. Es el síntoma inequívoco de que se están haciendo viejos. Me recuerdan a aquellos padres que se metían con sus hijos porque llevaban el pelo largo y escuchaban a los Beatles. Luego están los gays que se escandalizan porque otros se pongan pelucas, tacones, beban y descontrolen. Que menuda imagen para los niños que lo puedan ver. Pues a grandes males, grandes remedios. Por una tarde/noche que los niños se queden en casa no pasa nada. Hasta el moño de los horarios de protección infantil. Bienvenidas unas fiestas en las que no existan límites.