Al principio no me hacía ni pizca de gracia. Era para mí el paradigma del fracaso escolar, esa clase de  mujer que cree que una buena base sólo puede ofrecértela Elisabeth Arden. Zangolotina como su hermana Chabeli pero con ínfulas de convertirse en la sucesora de su madre.


Nos meábamos de la risa cuando la escuchábamos hablar porque era como una pija en éxtasis. Pero desde que descubrió a Dios, Tamara Falcó es una mujer nueva. Ha logrado adquirir entidad propia en el clan Preysler. Comencé a adorar a Tamara cuando advertí en ella ausencia de malicia. El pasado miércoles coincidí con ella en maquillaje porque iba a grabar ‘Hay una cosa que te quiero decir’. Me sorprendió su altura –es más alta que yo, aunque lo sé, tampoco es difícil– y su delgadez. Llegó acompañada de dos muchachos con los que supongo que acude a las manifestaciones Provida y pareció alegrarse al verme. Yo estuve a punto de tirarme a sus pies pero me contuve y me limité a acariciarle la muñeca y a pedirle que me contara cosas, como si fuera una tía vieja que hace tiempo que no ve a su sobrina. Ella me dedicó un par de zalamerías y se escabulló con donosura. Cuando se fue, todos dijimos: qué guapa y qué simpática. Síndrome de Estocolmo creo que se llama a eso.