Comencé a escuchar tu nombre desde pequeñito. Barcelona. Ir a Barcelona siempre tenía connotaciones mágicas. Mi padre me llevaba a Barcelona para que cogiéramos el metro –¡oh, el metro!– y me hacía prestar mucha atención para saber qué andén teníamos que escoger, pero yo, a mis ocho años, veía muy complicado que un día supiera coger semejante artefacto por mí mismo. Íbamos a Barcelona para subirme en las escaleras mecánicas de los grandes almacenes y para disfrutar de las Cabalgatas de Reyes. Iba mucho a Barcelona con mi padre. Y muchas veces me llevaba a las Ramblas los domingos por la mañana y nos entreteníamos viendo los puestos en los que vendían pájaros, loros y creo que también hamsters. Luego ya dejé de ir con mi padre y descubrí otra Barcelona. Tuve la suerte de estudiar mi carrera en la Universitat Central, en plena Plaça Universitat. Añoro esa Barcelona húmeda y sensual en la que gocé y quemé mi primera juventud. Esa Barcelona de los 90 que cautivó al mundo gracias al empuje de unos Juegos Olímpicos que la transformaron en una ciudad moderna. Espectacular. Esa Barcelona que al caer la tarde invitaba a perderse por espacios tan atrayentes como las callejuelas del Gòtic o las de Gràcia, uno de mis barrios preferidos. No es difícil amar una ciudad como Barcelona. Lo que no puedo llegar a entender es que haya gente que intente sembrar el odio en un lugar que provoca tantísimo amor. No lo conseguirán. Porque a pesar de que el camino sea complicado, estamos unidos frente a la insensatez y en contra de los que prefieran crear destrucción, miedo y muerte. Que descansen en paz las víctimas de unos atentados tan brutales. Como dicen unos versos de Benedetti: “Estamos rotos pero enteros”. Porque aunque los terroristas hayan matado también parte de nuestras ilusiones, las víctimas merecen que sigamos luchando para que su recuerdo no caiga en el olvido.