Llego a Badalona y paso por la que fue mi casa hasta los veinticinco años, edad con la que me vine a Madrid. Están derribando el edificio, que ofrece un aspecto triste y desolado. Me recreo durante unos instantes contemplando la ventana de la habitación donde murió mi padre y luego dirijo mi mirada hacia la diminuta galería. Y me estremezco al advertir que todavía sobrevive un mueble que nos perteneció y que dejamos ahí con la mudanza. ¿Cuántos años puede tener? ¿Treinta quizás? Y ahí continúa, aunque le queda muy poco tiempo de vida. Se mezclará con los cascotes tras la demolición. Solo en nuestra memoria quedarán datos de las experiencias vividas por la familia Vázquez Morales en aquel octavo tercera del 196-198 –antes 61– de Marqués de Montroig.

Finalizadas mis diligencias, ceno en poco más de una hora con mi familia en casa de mi madre y cojo el AVE de vuelta a casa muy tristón porque caigo en la cuenta del poco tiempo que paso con los míos. A mi madre es a la que más veo pero con el resto de mi familia –hermanas, cuñados, sobrinos– coincido como mucho tres veces al año. Son muy pocas. La ausencia se hace más palpable con la edad. Si de algo me ha servido este viaje exprés a Barcelona es para darme cuenta de que no puedo seguir así. Cuando estoy con ellos compruebo lo mucho que les echo de menos.