Ya no vive en Zarzuela. Oficialmente sí, pero en la práctica, no. Nuestra doña Sofía, digo, porque reparte su tiempo entre Palma y Alemania. Desde Semana Santa está afincada en Marivent, y solo va a Madrid para asistir a actos puntuales de su agenda, a veces ni siquiera se queda a dormir porque vuelve a Mallorca, donde deja a sus perros, en el último avión de la noche. También pasa temporadas en los castillos de sus primos alemanes, que admiran la gran dignidad con la que lleva esta apartamiento familiar y representativo. Hace poco, en la boda de un sobrino nieto tercero se la echó a faltar, pero tenía uno de sus escasos actos públicos. El comentario unánime fue: “Sofía nunca abdicará de su obligación por un tema particular… La prueba está en su actitud impecable con doña Cristina, aunque sufre al verla sufrir a ella y a los nietos”. Yo arguyo que peca de fría como madre, y me contestan que no la comprendo, “para ella, bisnieta del káiser, está por encima de sus penas privadas el respeto a la dinastía, ¡ha nacido así! Y, además, sin marido, alejada de los hijos, sin contacto apenas con sus nietos, es lo único que le queda”. Mi interlocutor, noble a su vez, menea la cabeza, “pertenece a la generación de las últimas grandes reinas europeas… Après nous, le déluge…”