Cuando nací -el 8 de noviembre de 1935, en Sceaux, un viernes, hijo de Fabien Delon (agente inmobiliario) y de Edith Arnold (dependienta en unos almacenes)–, nada hacía presagiar los tumbos que iba a dar mi vida. Todo empezó cuando tenía cuatro años y mis padres se divorciaron. Ese hecho ha representado siempre, para mí, un trauma gravísimo. Mi vivacidad se transformó en turbulencia, una especie de violencia ruda, y mi alegría se cristalizó.
Me fui a vivir con mi madre, que se había casado con un comerciante de pesca salada a dos pasos de la casa donde había nacido, y donde mi padre se había vuelto a casar con una buena mujer. Mi carácter cambió; estaba perdiendo mi inocencia. En la escuela se demostró mi inestabilidad.
Entre los 7 y los 14 años cambié cinco veces de instituto. Con 14 años, me fugué junto a un amigo y nos embarcamos como grumetes en un barco que se dirigía a América, pero la policía nos descubrió a los tres días y nos llevó de nuevo a casa. Desde aquello, no volví nunca más a la escuela.
“Como soldado sobreviví a la masacre de Indochina”
El 22 de enero de 1953, con solo 17 años, me enrolé en la Marina, pero lo mismo que no fui un buen estudiante, tampoco fui un buen soldado. Sirva como ejemplo que tuvieron que devolverme a tierra porque me mareaba en el barco... Me destinaron entonces a Indochina.
Con 18 años partí a aquella colonia idéntica al infierno del Vietnam junto con otros 300.000 soldados. ¡Regresamos a penas unas decenas! Si hubiera muerto entonces, lo hubiese hecho cándido e inmaculado como un ángel. ¿Qué pecado podría llevar sobre mi cabeza en aquella época en la que aún no había ni siquiera llegado a tocar a una chica con la punta del dedo? Mi vida de mujeriego comenzó justo después.
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“Mis padres no me querían”
Concluida mi carrera militar, quise volver a casa, pero mi madre me escribió diciéndome que no podía regresar, porque durante aquel tiempo había tenido una hija y no había sitio para mí. Intenté ir entonces con mi padre, pero también había tenido otros hijos. Me sentía solo y perdido.
Me establecí con un amigo, Lucien, en su apartamento de París. Por el día buscábamos trabajo y por las noches nos íbamos de fiesta. Así fue como conocimos a dos señoras americanas un poco maduras, pero todavía potables y llenas de dólares. Lucien y yo nos dedicamos con ellas a la ‘alegría’ y a la mañana siguiente me desperté en la habitación de un hotel de lujo. La ‘mistress’ me llamaba continuamente ‘my love’. Como no tenía entonces nada mejor que hacer, me fui con ella de viaje a Italia.
“Mi primer amor fue una muchacha italiana”
En Roma me dio por enamorarme por primera vez en mi vida. La muchacha se llamaba María y fue para mí un golpe fulminante, pero la americana se enteró del asunto y me puso de patitas en la calle. Lo hizo, eso sí, con suma elegancia, ya que me ofreció un billete de segunda clase para el primer tren que saliera a París.
El cine empezó para mí en aquella época. Conocí al director Yves Allégret y a su mujer, Michèle. Ellos me acogieron. Del perro perdido sin collar, del soldado sin fortuna, del rebelde que yo era, hicieron otro hombre. Fue Yves quien dirigió mi primera película como actor.
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Ya metido en el mundillo, me hice amigo de Jean Paul Belmondo; de Zizi, una bailarina negra paralítica; y de Brigitte Auber, con la que empecé un idilio. La relación se acabó por su escaso sentido del humor. Una noche, al llegar a casa, disparé con mi vieja pistola del calibre 9 a una tienda que estaba frente a nuestra casa. A Brigitte no le hizo gracia la broma y aquella noche de 1957 me dijo adiós.
“Prefiero guardarme lo que Romy significa para mí”
El 9 de abril de 1958 conocí a Romy Schneider. El motivo de nuestra cita era reunirnos para preparar el rodaje de una película. Por la noche, me la volví a encontrar en un club nocturno y bailé toda la noche con ella. Con el paso del tiempo nos enamoramos. Todo cuanto sucedió entre Romy y yo tuvo capital importancia para mí, ya que a su lado me convertí en un hombre de verdad y en un actor. Durante casi cinco años fuimos el blanco de la curiosidad morbosa del público. Hubo chismorreos de todos los calibres, a veces malintencionados. Parecía que lo único que deseaba la gente era separarnos.
La verdad es que si no nos casamos nunca fue porque Romy nunca llegó a cambiar la imagen que se había hecho de mí. Y, si se me permite, prefiero guardar para mí mismo lo que Romy fue y seguirá siendo para mí.
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Tras Romy, llegó Nathalie Canovas. La encontré por primera vez la noche del 28 de enero de 1963. Fue en el Club de l’Etoile, adonde había ido con unos amigos. Me sentía un hombre totalmente libre, capaz de cortar con el pasado de hombre emparejado. ¡Ingenuo de mí! ¿Cómo podía imaginar que aquella espléndida mujer que estaba sentada en la mesa de enfrente se iba a convertir, con el tiempo, en mi siguiente mujer?
"Cuando tengo solo para mí a mi hijo soy completamente feliz"
Nuestro matrimonio duró hasta 1967. No funcionó, pero tuvimos un hijo, Anthony. Cuando pienso en él y en el hecho de que, como yo de niño, mi pequeño se encuentra en las condiciones de un hijo de divorciados, sufro desesperadamente. Este es el sentido más trágico de mi separación de Nathalie. Una separación que no quise nunca.
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Sí, lo admito, mi divorcio de Nathalie es para mí una derrota, y no me gustan las derrotas. Cuando Nathalie está en el extranjero o rodando una película, Anthony vive conmigo. Entonces me siento un hombre completamente feliz. ¡Tengo a mi hijo para mí solo! Duerme conmigo, en mi propia cama, y, aunque vuelva tarde, me levanto pronto para darle el desayuno y llevarlo al colegio.
En cualquier caso, mi separación no debe ser imputada a Nathalie. Tampoco ella, como todas las mujeres que me han amado y a las cuales yo he amado, logró encontrar en mí aquello que para ella era indispensable: la entrega total y exclusiva de mí mismo. Para mí es difícil reconocerlo, pero no tengo más remedio que admitirlo: no puedo estar con una sola mujer a la vez. Soy capaz de amar a tres o cuatro simultáneamente y, privado de tal posibilidad, me siento ahogado. A eso hay que añadir que soy, en relación con las mujeres que amo, exclusivista, totalitario, posesivo y celoso. ¿Cómo puede una mujer hallar la felicidad a mi lado? Ahora, Mireille Darc ocupa el centro de mi vida sentimental. Me comprende totalmente, me admite y me ama tal como soy. Creo haber encontrado con ella la felicidad