Quedo con M. a almorzar el sábado por el centro de Madrid. Qué frío. Cuánta gente. Pura vida. La Gran Vía se me da un aire a Manhattan, aunque Madrid tiene más alma que Nueva York. Das con una plaza con terrazas abarrotadas de gente tomándose una cerveza, pero doblas la esquina de esa misma plaza y te encuentras con una calle donde impera el silencio y sientes que esos edificios antiguos te abrazan con cariño y te susurran que siempre estarán ahí para darte calor. Sí, lo sé, me ha salido un poco cursi, pero es que Madrid puede llegar a ser muy casquivana. M. es un chico que se acaba de instalar en Madrid después de vivir siete años en Barcelona, ciudad a la que llegó desde el país centroamericano en el que nació. Hablamos de cómo es ser gay en su lugar de origen. De cómo la gente lo oculta para no convertirse en pasto de chismes o, en el peor de los casos, ser arrinconados. Me gusta quedar con chicos como él, veinte años menor que yo, porque así me ponen al tanto de las nuevas formas de ligar. Ha quedado atrás eso de cazar en los bares, eso ya lo sabía. Pero lo que me llamó la atención es que ya nadie se besa con otro en las discotecas porque entonces pierdes la oportunidad de enrollarte con los amigos del que te estés besando. Madre mía, qué complicaciones. Me habla de una generación alérgica al compromiso que suspira por los tíos que estén de paso en el país porque así existe poca posibilidad de crear lazos emocionales duraderos. No sé de qué me sorprendo. Una generación tan preparada no puede enfrentarse a las relaciones sin haberlas estudiado antes del derecho y del revés. Mala cosa. Si no nos dejamos llevar por los sentimientos le encuentro poca gracia a esto del vivir. Bien está que uno intente sufrir lo menos posible o que sea cada vez más selectivo y no se enganche a imbéciles con patas. Pero decir que no por sistema al compromiso no es una victoria del amor libre. Es una derrota de la alegría de vivir.