Durante muchos años los programas de entretenimiento y articulistas de renombre examinaban con ojos sumamente críticos los cuerpos y las vestimentas de nuestros famosos. Se les llamaba sin reparos “gordas” a las tías, hacíamos bromas sobre su celulitis, sus pechos caídos o los brazos fofos. Con los tíos la crítica tenía más que ver con conductas ridículas. Esos viejos tirando a chochos colgándose del brazo de muchachas en flor se convertían en el pasto perfecto de bromas de mucho, poco o escaso gusto. Eran otros tiempos y otras sensibilidades, que diría Plácido Domingo. Lo que antes colaba y se celebraba ahora nos huele a insulto. Si hiciéramos un repaso de lo que se decía en su época de los posados en bañador de Raquel Mosquera nos echaríamos las manos a la cabeza.

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Ahora nos hemos moderado porque aquello no solo ya no toca sino que es delictivo. El testigo de nuestros desvaríos lo han cogido ahora las redes y los objetivos de los dardos han dejado de ser los famosos de antes y somos los personajes que trabajamos en televisión. Y lo llevamos mal porque nos falta humildad y nos sobra autosuficiencia. Creíamos que estábamos al otro lado y que éramos intocables pero una vez traspasada la barrera de la popularidad lo único que te toca es aguantar el chaparrón. “Cuidado porque entras en el castillo de irás y no volverás” suele advertirnos continuamente mi amigo Alberto Maeso.

Pretendemos colgar fotos mostrando muslamen y que el auditorio se venga abajo. Y no. También es verdad que no era lo mismo que te dedicara un artículo Carmen Rigalt o un mediocre de esos que abundan en nuestra profesión. Que la Rigalt te analizara con sus dosis de mala leche era un honor. En las redes hay pocas Rigalt y demasiada barra libre. Pero lo de disparar sin cortapisa también pasará. Más que nada porque no tiene mérito. Y nosotros, los de la tele, llegará un día no muy lejano en que dejaremos de posar con morritos insinuantes y miradas pretendidamente castigadoras. Llamamos al mal tiempo y nos quejamos porque llueve.