Había planeado largarme a Sigüenza con M. y A. para pasar el domingo, noche incluida. Pero a primera hora de la mañana me llama A. para suspender el plan porque M. se ha puesto mala. Aprovecho para volver a la cama y trastear con el ordenador, leer y pensar en la semana de vacaciones que me espera. Saco a los perros por parejas porque no me veo capacitado para pasear con cuatro y cuando llego me lío a ordenar armarios, que es una cosa que no hacía en décadas. Me deshago de ropa, libros y CDs.

Qué cosas tan curiosas hace uno cuando está soltero. Creo que lo hago porque tengo la necesidad de empezar a desprenderme de lo innecesario por si acaso me da por cambiarme de casa, que es algo que suelo hacer cuando advierto que debería pintarla. Lo de mudarme es algo que me ronda por la cabeza desde hace tiempo: quiero vivir en el campo y rodeado de animales. Y, por supuesto, de alquiler. Durante las publicidades del ‘Deluxe’ hablo con Pablo Carbonell de este tema –él vive en la sierra, a una hora de Madrid– y de otros muchos. Le digo que hay un párrafo de su libro que podría haber escrito yo: “Confieso que he bebido bastante en algunas épocas de mi vida. La moderación y yo no hemos intimado lo suficiente (…). De mi época de bebedor no me arrepiento, lo pasaba muy bien. Aunque no todas las borracheras fueron alegres y productivas. Hubo noches muy negras (…).

Las resacas quedan compensadas cuando por la noche has conocido a un alma gemela, a una persona con la que vas a compartir tu vida. Entonces todo tiene sentido. Cuando salía de marcha yo bebía porque detestaba la música y el alcohol hacía que me encontrara más o menos cómodo en lugares que detestaba sobrio. Ahora cada vez bebo menos porque engorda. Sigo con el tinto –ahora solo el domingo– y he desterrado los destilados porque me provocan unas lagunas tan terribles que me asustan. Conforme van pasando los años llevo peor las resacas y me disgusta dejar de hacer cosas por culpa de una noche de juerga. No entiendo cómo la gente empieza a beber cada vez más joven. Viví en un barrio donde la heroína causó estragos, pero jamás vi a un niño de trece o catorce años borracho. No nos cabía en la cabeza. Algo estaremos haciendo mal para no saber acabar con ese problema.