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Veo cada día más complicado que aparezca un nuevo amor en mi vida, porque el amor tiene mucho que ver con el factor sorpresa y ese factor ha desaparecido con las redes. Conoces a alguien e inmediatamente le pides su Instagram. Y lo estudias de manera tan exhaustiva que es muy complicado salir indemne del examen. Conoces a sus amigos, a su familia, a su mascota. Lo ves contemplando un atardecer, bailando con una copa en la mano o compartiendo frases estúpidas sobre la vida. Porque esa es otra. ¿Nos creemos todo lo que subimos a Instagram? ¿Nos ha servido de algo esa frase del día que hemos compartido porque sonaba hermosa? ¿Dónde va a parar esa ingente cantidad de platos de comida que fotografiamos? ¿Y las sonrisas que impostamos? ¿Y la grasa de la tripa que metemos? Lo reconozco: yo también he sucumbido –y de qué manera– a las fotografías frente al espejo con el torso desnudo. He jugado como el que más buscando la aprobación, que es la peor manera que se me ocurre de encontrar la estabilidad: dejarla conscientemente en manos del otro. De ahí que estas vacaciones, que he pasado en la playa, no se me haya pasado por la cabeza en ningún momento posar en bañador. Quizás porque ya me empiezo a sentir ridículo montando el numerito gratis. Pero volviendo al tema del principio, a lo de enamorarse. No olvidemos también lo que excita el misterio, que es algo que también se está perdiendo debido a las redes. Antes te pasabas horas imaginando cómo estaría en calzoncillos el tío que te traía de cabeza. Ahora lo tienes a tu alcance, al menos virtualmente. Si ya conoces casi todo de él –incluido lo corporal– gracias a su Instagram, ¿qué te queda para la segunda cita?