Tras la entrevista con María Teresa Campos siento tristeza

Imagino que durante toda la tarde del viernes se producen varias llamadas con Teresa que, al final, llegan a buen puerto porque cuando por la noche abandono las instalaciones de Mediaset me encuentro con el productor del ‘Deluxe’ y me dice que todo en orden. El sábado por la mañana, me llama Teresa sobre las diez. No la pude atender porque estaba subido en la elíptica. Quería salir a almorzar y permitirme un postre. Acabo la elíptica y le devuelvo la llamada. Responde un tanto acongojada, pero no le doy mucha opción a la queja.

“Eres Teresa Campos y esta noche toda España va a estar pendiente de ti. Así que te sientas en la silla, te explicas y ya verás que todo irá bien”. “Vale, pero yo esta noche te contaré que...”. “No –le corto– no me lo cuentes, porque luego todo huele a pescado congelado. ¿Ya sabes qué te vas a poner esta noche?”. “Un traje de Moschino”. “Rasééé”, respondo mentalmente a lo Josie. Me encanta Josie. Es listo, culto, brillante y vivido. Salgo a almorzar, me hago la siesta.

Me vuelve a llamar la Campos pero ya no se lo cojo porque estoy medio adormilado y con la lengua de trapo. Me hago otra sesión de elíptica antes del programa porque me he pasado con el postre. No me importa, así me pongo de nuevo en vena los grandes éxitos de Massiel. Flipo con ‘Rosas en el mar’, vibro con ‘El amor’ y me da un buen rollo que te cagas ‘Eres’. Viva Massiel.

Después de la entrevista con Campos, paso el domingo con sentimientos contradictorios. La tristeza es por el que más transito. Lucho para que no aparezcan otros. Quedo con P. para ver la exposición de Botero, que nos encanta. Disfrutamos muchísimo y compramos un montón de cosas en la tienda: tazas, libretas, fundas para cojines. Somos tan exuberantes como el pintor colombiano. Paseamos un rato y nos metemos en otro comercio, donde me compro un rizador de pestañas y prometo volver para surtirme de bases y maquillajes para el teatro. Me encanta la liturgia de prepararme antes de salir a escena, maquillarme para que el público me vea bien, estar en silencio frente al espejo pensando en la función. Acabamos almorzando en un restaurante italiano y, luego, cada mochuelo a su olivo. P. está guapo y feliz. Y yo que me alegro.