Ya lo advertí en estas mismas páginas a mediados de enero, coincidiendo con la fiesta del cuarenta aniversario de Tamara Falcó. Que la pareja iba a acabar muy mal. Y que Íñigo tenía pinta de haber salido la noche anterior, aunque esta afirmación no es muy original. De hecho, Íñigo siempre tiene la pinta de haber salido la noche anterior y Tamara de acabar de hacerse un drenaje linfático en la cara. Para realizar manifestaciones tan sesudas me baso en el examen de sus respectivas miradas. No falla. Los ojos de Íñigo delatan marcha y los de Tamara que acaban de ver a la Virgen, y esa disparidad no hay amor que lo soporte. Cuando leáis estas líneas no sé en qué punto estará la relación. Rota, supongo, porque mamá Preysler le habrá cantado las cuarenta a su hija sobre Íñigo. Porque mamá Preysler, que tiene mucho mundo, se dio cuenta desde el principio de que el alocado empresario de la noche iba a llevar a su hija por la calle de la amargura más pronto que tarde.

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Según parece, Íñigo se ha quedado a las puertas de entrar en una familia que en otro tiempo era una pieza fundamental de la sociedad española. Hoy, ya no. En una época en que nos gusta decirnos las cosas a la cara nos aburre el bienquedismo de Preysler. Se ha quedado obsoleto. Cuando la ves estás deseando que no abra la boca para evitar rellenar tu cerebro de ‘spam’.

 

Tamara habla más y le reímos las gracias, aunque a mí me parece que está quedando cada vez más con el culo al aire. No se puede estar en misa, repicando, alternando con un joven que lleva la fiesta en el ADN y juntándote con organizaciones ultracatólicas que si fueran honestas cuestionarían muchos de los comportamientos de Falcó. Pero a estas asociaciones les va muy bien seguir tirando de la imagen de una muchacha sonriente a la que no le vendría mal haber pasado varias noches en las tiendas de campaña instaladas en Sol durante el 15M para quitarse de encima unos cuantos kilos de tontería clasista. De hecho, creo que las tiendas de campaña deberían seguir instaladas en Sol. Al menos algunas, a modo de templos laicos, para poder refugiarnos en ellas cuando se nos va la pinza.