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Nos metemos de lleno en la semana navideña. Ya no hay escapatoria posible. Así que, como no la hay, lo mejor que podemos hacer es aceptar lo que se nos viene encima y no intentar cambiar la realidad. Porque la realidad es la que es. Por muchos cabezazos que nos demos contra la pared, la pared va a seguir estando ahí. Esa era una frase que me repetía mi psicóloga, Alicia. Sí, es verdad que la frase no es poesía pura. Pero los pensamientos, cuanto más sencillos, mejor. Yo era uno de esos que se ponían frenéticos cuando se empezaba a oler a Navidad, allá por el puente de la Constitución.
Ahora me dejo llevar y ya no me enfado. Me enfado ya por muy pocas cosas. Creo que estoy dejando de ser el enano gruñón para convertirme en el enano adaptógeno. Todo me da relativamente igual, que, llegados a un cierto punto vital, es una manera más tranquila de vivir. Hacer lo que uno buenamente pueda y el resto dejarlo en manos de un poder superior. Durante mucho tiempo he intentado controlar todo lo que sucede a mi alrededor y un poco más. Ahora me doy cuenta de que ese afán controlador me provoca mucho sufrimiento. Y me reafirma en la idea de que una de las mejores cosas que he hecho en la vida es la de no querer tener hijos. No hubiera sido un buen padre. Sería un padre sufridor desde que se levanta hasta que se acuesta, y eso es una de las peores cosas que le puede pasar a un hijo. Que sienta que sus actos pueden llegar a provocar miedo en sus padres. Buff, quita, quita. Ser padre significa aceptar que tu hijo tiene que equivocarse y sufrir, y a mí eso me traería por el camino de la amargura.