Estoy convencido de que a muchos de mi generación les ha pasado lo mismo que a mí con Lina Morgan. Coincidió la llegada de los vídeos con la emisión de sus obras por televisión, así que las grabábamos cuando las pasaban y luego nos la poníamos una y otra vez. Yo no sé cuántas veces habré visto 'El último tranvía' y 'Sí al amor'. Enteras, trillones y trillones de veces. Y luego, a trozos, trillones y trillones multiplicadas por dos. No me cansaba de verlas. Me reía mucho con la Lina Morgan que actuaba en teatro. Y las carcajadas que arrancaba del público con sus ocurrencias se convertían en un elemento más del espectáculo. Sólo la vi una vez. No recuerdo qué función pero no me olvido de que jamás me había reído tanto en un teatro. Me ha impresionado leer que sus últimos trabajos en televisión fueron un fracaso porque pensaba que el éxito siempre le había acompañado. “Su estrella declinó”, escribía el periodista. Lo que hace la memoria. La mía había olvidado que sus tres últimas series se pegaron un grandísimo batacazo. Quizás porque ya nos había dado tanto que olvidamos esos tropiezos. La entrevisté una vez y hace algunos años cené a su lado en una entrega de premios. La Lina que yo conocí era reservada, seria, cauta, muy educada. Si en el escenario era un divertido exceso andante, en su vida diaria estaba abonada al “menos es más”. Perteneció a esa clase de cómicos que dedicaron su vida al trabajo, descansando poco, sacrificando mucho. No sé si olvidándose de vivir. Quizás por eso ‘El Mundo’ titulara así  la noticia de su desaparición: “La cómica que nunca fue feliz”. Con su muerte, se marchita una parte de nuestra adolescencia. Aquella que reía a carcajadas porque no pensaba que el mañana existía.