La magia de un programa como ‘Sálvame’ radica en que de la noche a la mañana los avatares sentimentales de un colaborador tan discreto como Gustavo González enganchan a la audiencia. La razón es bien sencilla: nada como hablar de esos temas universales que nos tocan a todos para que nos quedemos pegados al televisor. Amor, desamor, infidelidad, lealtad… Por mucho que las tecnologías inunden nuestras vidas, siempre nos seguiremos emocionando con los asuntos que atañen al corazón. En este caso la historia es la más común de las historias: un hombre de 52 años encuentra en una mujer más joven un motivo para seguir enamorado de la vida. Da igual cómo finalice el asunto. Quiero decir que, aunque acabe mal, Gustavo siempre debería recordarlo como el momento en el que descubrió que la vida siempre puede volver a empezar.

El sábado se somete al polígrafo María Lapiedra y sale muy airosa. María queda como una chica profundamente enamorada que lleva esperando ocho años a que Gustavo dé el paso y se vaya con ella. Al llegar a casa, a eso de las tres de la madrugada, me encuentro a P. y a mi madre jugando al dominó. Después de llevar jugando toda la tarde y durante las publicidades de ‘Sábado Deluxe’, mi madre ya ha ganado cinco euros. Quieren que me enganche a echar alguna partida con ellos, pero me niego en rotundo. Antes de irnos a dormir escucho a mi madre decir algo así como: “Con lo serio que parecía Gustavo”. A mi madre no le debe haber parecido bonito que Lapiedra confesara que hicieron el amor en la piscina de un balneario rodeados de bañistas. O que cuando estaba en casa de María, el paparazzi la abandonara inmediatamente cada vez que Esperanza Gracia aparecía en la pantalla de Telecinco dando los pronósticos del horóscopo. Me pareció muy tierna Lapiedra cuando confesó que cada vez que salía la brujita rezaba para que Gustavo no la oyera y se quedara más tiempo en el nido de amor.