Pues bien, poned en cuarentena todo lo que acabo de escribir. No lo de los libros, que los sigo recomendando, sino lo del tiempo. Escribí las primeras reflexiones de este post –o como queráis llamarlo– a principios de semana. Y luego aparecieron las lluvias y el frío y no sé si ya pienso lo mismo. No quiero vivir en invierno. Quiero pasarme el día entero tostándome al sol, remojándome en la playa y pensando que no tengo nada que hacer en los próximos seis meses. Cuando los días empiezan a hacerse más cortos no dejo de imaginarme otra vida y eso me lleva a preguntarme si la que llevo me gusta o estaré viviendo una vida equivocada. Antes soportaba más el frío y la oscuridad. Lo asociaba a estados románticos, a piernas entrecruzadas debajo de una manta viendo una película absurda con una botella de vino. No recuerdo la última vez que vi una película con alguien, por ejemplo. Ni la última vez que pasé un fin de semana con alguien que me removiera mínimamente el estómago. O la última vez que estuve esperando con cierta ansiedad un mensaje, una llamada. Todas esas ausencias son mucho más llevaderas en verano porque las sustituyes por una copa de champán bien fresquito. Pero el invierno es una estación endemoniada para sobrellevar la falta de calor del cuerpo ajeno. En enero llevaré tres años soltero. Creo que empieza a picarme el gusanillo de encontrar compañía. O eso o me piro a Brasil a trabajar en la barra de un bar sirviendo única y exclusivamente caipiroskas.