Jorge Javier Vázquez

Jorge Javier Vázquez

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Garófano

"Durante varios años la religión fue muy importante para mí. Estuve a punto de ingresar en la Obra del Opus Dei"

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Jorge Javier Vázquez

Escritor, presentador, actor y productor teatral

El sábado a media tarde ya no podía más. Si ponía la tele y salía alguna noticia relacionada con el Papa cambiaba inmediatamente de canal. Respeto a todos aquellos que vibren con este tipo de noticias pero a mí me mueven más bien poco. Como espectáculo televisivo el entierro no provocó mi interés. Me pareció de todo menos emotivo. Tan frío e hipócrita como una reunión de influencers. Y luego es que tanta sotana junta de tan variados colores me produce una ansiedad cercana al miedo.

Aproveché, pues, para pasear a los perros porque hacía un día de gloria. Desde que el lunes conociéramos la noticia de su fallecimiento hasta el entierro del sábado la televisión se ha vestido de Papa. En mi opinión, hasta el hartazgo. Porque ante la ausencia de noticias relevantes los todólogos se han puesto las botas. Cualquier cosa les servía: desde el llanto de una monja hasta el clima de Roma. Perdonad la impresión: demasiados tiempos muertos entre el fallecimiento y el entierro rellenados con nada. 

Mi relación con el opus

Pese a que el Papa Francisco me despertaba gran simpatía, lo que representa su figura no tiene ninguna importancia en mi vida. Y eso que durante varios años la religión fue muy importante para mí. Cuando estudié B.U.P. y C.O.U. en un colegio del Opus Dei. Estuve a punto de ingresar en la Obra pero me daba miedo la reacción de mi padre. En el Opus Dei me decían: “Es que no se lo tienes que contar porque no lo van a entender”. Pero a mis dieciséis años, ocultar algo tan importante a mi familia me parecía muy feo. Todas las semanas se pasaba una hoja durante alguna de las clases para que nos apuntáramos a confesarnos. 

Una persona “normal”

Algunos lo hacían por devoción y otros –éramos todo chicos– para evitar tener que justificar por qué no se confesaban. Fui del primer grupo y también del segundo.

Teníamos charlas semanales con un sacerdote. Los pecados que más les preocupaban eran los relativos al sexto mandamiento. La pureza. Se hablaba mucho sobre ella. Era su gran caballo de batalla porque durante la adolescencia, con las hormonas locas como las cabras, a ver cómo le dices a un chico que masturbarse es pecado.

Durante los años que tuve relación con el Opus Dei me sentí en un entorno seguro. A mediados de los ochenta resultaba muy cómodo ser gay en el Opus Dei porque como el sexo fuera del matrimonio -y con uno mismo- era pecado pues un problema que te quitabas. No existía. Era como vivir en una burbuja. Fuera, lo diverso no era tan aceptado como ahora. Pero dentro sentía inquietud porque la homosexualidad era un plus para peor. Es más: no se hablaba de “gays” sino de mariquitas. No era lo mismo sentir deseo hacia una mujer que hacia otro hombre. Pero dentro del Opus Dei no se catalogaba a nadie que pasara por allí como “mariquita”. Esa realidad no existía. Al menos, aparentemente. Así tengo la cabeza como la tengo: bastante averiada para muchas cosas.

Durante varios años recé para convertirme en una persona “normal” porque me daba mucha vergüenza confesar al sacerdote que me gustaban los hombres. De hecho, cuando me tocaba confesión, lo englobaba todo bajo el epígrafe de “pensamientos impuros” y eso provocaba que cuando llegaba la absolución jamás me sentía limpio del todo. 

Sin poder dormir bien

El infierno seguía acechándome. Una vez me confesé en la Catedral de Barcelona y a través de la rejilla le dije al sacerdote que tenía pensamientos con hombres y la solución que me propuso, de forma airada, fue que dejara de tenerlos porque si no corría el riesgo de convertirme en un “invertido”. Y más o menos me echó con cajas destempladas.

Cuando comencé la universidad descubrí los bares de ambiente gay en Barcelona y ahí fue cuando empecé a distanciarme del Opus Dei y de su particular manera de entender la religión. Pero la huella no desapareció porque cuando me eché mi primer novio, allá por mis veintisiete años, afloró un sentimiento de culpa que me llevó por primera vez a un psicólogo.

Había mucha tela que cortar. Un padre tan homófobo como la mayoría de su generación, una sociedad mucho menos abierta que la actual y el peso de más de cuatro años relacionándome con el Opus Dei, lugar en el que había conocido a gente maravillosa pero en el que no acababa de cuadrar del todo. Menudo lío.

Conté muchas cosas en mi primera novela, “La vida iba en serio”. Removí tanto en mi memoria que desde entonces, hablamos del 2011, no duermo del tirón. Durante la escritura de la misma me despertaba casi cada hora. Jamás me había pasado. Tuve que recurrir a las pastillas por primera vez. Ahora, dormir cuatro horas seguidas me parece un triunfo. ¿Por qué cuento todo esto? Para intentar explicar la frialdad que me produce todo lo que tenga que ver con la Iglesia. Entiendo que tenga sus normas y no tiene por qué cambiarlas. Pero me cuesta pertenecer a una entidad que hace malabarismos con los homosexuales. No es pecado serlo pero sí ejercer. Es decir: tienes que aguantarte por haber nacido así y castrar tus sentimientos porque no puedes amar a alguien de tu mismo sexo. Está bien que seas gay siempre y cuando no seas practicante. Menudo drama. Más fácil habría sido que Dios nos hubiera hecho a todos heterosexuales.

Para la Iglesia, los gays venimos con tara. Allá ella y sus abalorios. Quizás por la lejanía que siento por la institución ha acabado aburriéndome -muy pronto- la muerte del Papa. De todo lo visto, me quedo con la imagen del sencillo féretro montado en el papamóvil pasando por el Coliseo. Me ha venido a la cabeza la película “Vacaciones en Roma” y he sonreído. Lo mismo que habrá hecho Francisco al escuchar a tantos indeseables hablar sobre él con injustificado desprecio.