Roger Serafín Rodríguez Vázquez, vecino de Narón, en A Coruña, y que ahora tiene 51 años, conducía por el municipio de Cabanas su Citroën ZX verde con matrícula de Barcelona, al caer la tarde del 1 de septiembre de 2013. Cazador, amante de los caballos y mecánico, regresaba a su casa dando un rodeo tras participar una batida que había terminado antes de tiempo. Algunos de los cazadores querían asistir al sepelio de dos vecinos de la aldea de Lavandeira que habían muerto en un accidente de tráfico. A esa misma hora, Elisa Abruñedo, una gerocultora, cuidadora de ancianos, de 46 años, vecina de Lavandeira, había salido, como cada tarde, a dar un paseo y ya estaba de regreso a casa. Ese domingo lo hizo sola, sin sus hijos o su marido, que había ido al entierro de sus vecinos.
Roger Rodríguez la vio sola y se lanzó a por ella. Estacionó el vehículo y la abordó por la espalda. La golpeó, la arrastró hasta unos matorrales, la violó y la acuchilló para que no pudiera señalarle. La dejó agonizando. Un ataque atroz que apenas duró unos pocos minutos.
Opacada por Asunta
Elisa fue asesinada 20 días antes que la pequeña Asunta Basterra. Una coincidencia que eclipsó el crimen de la mujer de los medios de comunicación, pero no de los despachos de la Guardia Civil, que tardaron diez años, pero lograron finalmente dar con el sospechoso que estos días se ha sentado en el banquillo de los acusados. En la sala de la Audiencia de A Coruña solo están los dos hijos de la víctima, después de que el marido falleciera en un accidente laboral sin haber puesto cara al asesino de su mujer.
Sus dos hijos, rotos
La Fiscalía pide 32 años de prisión para el procesado, 12 por la agresión sexual y 20 por el asesinato, “con la agravante de aprovechamiento de las circunstancias de lugar y tiempo”. Además, reclama una indemnización de 100.000 euros para cada uno de los hijos, Adrián, que ahora tiene 36 años, y Álvaro, de 31. Los dos hermanos han vivido en la casa familiar –a 200 metros del pinar donde apareció el cadáver de la madre– solos tras la muerte de su padre, Manuel Fernández, en 2015. Hasta octubre de 2023 que Roger Serafín Rodríguez fue detenido, la historia de Elisa Abruñedo pareció un crimen perfecto y olvidado.
Laberinto genético
Los guardias civiles de la policía científica que realizaron la inspección ocular y después los forenses durante la autopsia localizaron abundante material genético del asesino. Unos restos que en ese momento sirvieron de poco porque no coincidían con los almacenados en los archivos policiales. El asesino no tenía antecedentes penales ni policiales. Los investigadores no encontraron a ni un testigo que hubiera visto a alguien sospechoso en aquella zona, sobre las nueve de la noche. Pero esos restos genéticos sí facilitaron un dato que, aunque no tuvo resultados inmediatos, ayudó a identificar al autor. En su huella genética apareció la mutación del gen MC1R, principal explicación de los rasgos físicos en las personas pelirrojas.
El dato, descubierto por el Instituto de Ciencias Forenses Luís Concheiro de Santiago de Compostela, fue crucial a la hora de rastrear viejos árboles genealógicos en los archivos parroquiales de la Diócesis de Mondoñedo-Ferrol, algunos del siglo XVI. Los investigadores, los mismos que en su día sentaron en el banquillo a los asesinos de Asunta Basterra y de Diana Quer, rehicieron todas las estirpes de pelirrojos de Galicia hasta que dieron con el hombre que buscaban.
La sangre fría de Roger
Durante la última década, el hombre mantuvo su vida discreta de siempre. Con su novia y su trabajo en una empresa auxiliar de los astilleros Navantia, en un piso de Narón. Cuando los guardias civiles cotejaron el ADN encontrado en el cadáver de Elisa Abruñedo con una muestra obtenida directamente del sospechoso, la coincidencia fue del 100 por cien.
“El encausado se introdujo en el terreno situado al lado de la carretera, en el que había pinos y abundante vegetación de monte bajo, arrastrando a Elisa marcha atrás, mientras la sostenía fuertemente de espaldas a él”, relata el escrito de acusación. De esta forma, recorrió “17 metros” hasta “donde no podía ser visto desde la carretera”. Después de desnudarla y violarla, el acusado “se irguió hasta arrodillarse encima” de su víctima “aturdida y desvalida”, “sacó una navaja o cuchillo del bolsillo de su pantalón y la apuñaló” dos veces en el torso y una en el cuello.
Una búsqueda agónica
El marido, los hijos y los amigos de Elisa la buscaron y no encontraron su cuerpo hasta el día siguiente. Los guardias civiles, que tenían el compromiso casi personal con la familia de la mujer de dar con el asesino, cumplieron su palabra. Rastrearon aldea por aldea, buscando pelirrojos. Durante todos esos años, se enviaban periódicamente muestras a los laboratorios de la Guardia Civil en Madrid.
La prueba definitiva
Una de esas pruebas se reveló como un pariente directo del hombre al que buscaban. Entre los parientes había uno, Roger Serafín Rodríguez, que había manejado un viejo Citroën ZX verde oscuro, el mismo vehículo que un trabajador de un desguace de la zona dijo haber visto el día del crimen por los alrededores. Los investigadores tomaron discretamente una muestra de sus células epiteliales de la manilla del Renault Laguna que ahora usaba para ir a trabajar. Y el laboratorio confirmó las sospechas. Para decepción de los hijos de Elisa, el acusado se acogió a su derecho a no declarar en la primera sesión del juicio en la que los investigadores detallaron como llegaron hasta el sospechoso y cómo lograron ese rastro de ADN que lo acorraló.
Una noche limpiaron y desinfectaron bien la puerta de su coche y al día siguiente, tras abrirla y cerrarla, se recogieron los restos de piel. Esa jugada se realizó el 4 de octubre de 2023 y el mismo día que obtuvieron los resultados positivos del laboratorio, el día 17, fue detenido. Cuando lo fueron a arrestar en el control de acceso de Navantia, el hombre “se sorprendió”, recordaron los agentes, “dijo que nos estábamos equivocando”. Pero en cuestión de minutos confesó. Los dos abogados de los dos hijos advirtieron a los miembros del jurado popular de la dureza de las imágenes del levantamiento del cadáver. “Era un cazador experimentado... y hasta un cazador, frente a un animal, no deja la pieza sufriendo... la remata. Hubiera sido más humano rematarla. Pero la deja agonizante, sin saber cuánto durará su agonía”.