Las cifras de asistentes a una manifestación tienen mucho que ver con la compraventa de un piso. Los organizadores serían los vendedores: siempre tiran al alza. La delegación del gobierno el comprador. Sus cifras, menores que las de los organizadores, son como la primera oferta que le hacemos al vendedor. A la baja. Supongo que la realidad se sitúa entre una cifra y otra. El PP sostiene que fueron unas cien mil las personas que, bajo el lema “Mafia o Democracia”, acudieron a la manifestación que convocaron el pasado domingo. Es decir, que fueron menos.
La delegación del gobierno estima que cuarenta y cinco mil. Con la solanera que estaba cayendo en Madrid me parece que, en cualquier caso, fueron muchas. La duda que tengo es que si a mitad del 2025 se utiliza la palabra “mafia” para atizar al gobierno no sé cómo llegaremos al 2027, que es cuando Pedro Sánchez tiene pensado convocar elecciones porque su deseo es aguantar. Hay que ir con mucho cuidado con esos asuntos.
Tensión en la tele
Cuando empezamos “Aquí hay tomate”, el programa tenía mucho que ver con el humor. Poco a poco nos fuimos convirtiendo en jueces con más o menos gracia, hasta que aquello rozaba en ocasiones la Inquisición. O sea, un espanto. Porque del humor pasamos a la omnipresente “tensión”. Carmen Alcayde y yo nos asomábamos cada tarde para hacer cómplice al espectador de alguna intriga, un escándalo, un renuncio aparentemente imperdonable de algún famoso. Cuando nos relajábamos nos recordaban por el pinganillo lo de “tensión, tensión”, porque tanto Carmen como yo tendíamos a la risa. Pero la tensión es como una droga.
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El espectador despliega tolerancia a las dosis y cada día necesita un poquito más. Hasta que llega un programa en el que alguien se pregunta: “Pero ¿cómo hemos podido llegar hasta aquí?”. Y cuando llega ese momento es terrible. No puedes retroceder porque has acostumbrado a tus espectadores a la “marcha, marcha, queremos marcha”. Todo esto también pasa en política. La gente se acostumbra a una dialéctica tan pasada de vueltas que llega un día en el que todo le parece poco.
Ojalá recapacitemos entre todos y ese día no llegue nunca. Porque luego, de poco servirán las lamentaciones. De nada servirá preguntarnos “¿cómo hemos podido llegar hasta aquí?” porque ya será tarde. La esperpéntica aparición de Leire Díez y las ramificaciones de lo de Koldo y Ábalos no ayudan a pacificar el ambiente. Confío más en la llegada del verano que en los políticos. Con la playa de por medio, el único conflicto que nos quita el sueño a la mayoría de españoles es que nos quepa con dignidad la ropa del año pasado.
Las memorias de Bárbara
Me he leído en un par de tardes “Yo, Bárbara”, las memorias de Bárbara Rey. Hace muchos años, lo he contado ya alguna vez, coincidí con ella en maquillaje en Antena 3. Estoy hablando de veinte años atrás, o así. Por aquel entonces no habíamos tenido mucho trato y recuerdo que la saludé con un inocente “Hola, reina”. No se me olvidará nunca: estaba sentada, giró su cabeza hacia mí y dedicándome una maliciosa sonrisa me dijo: “Pues yo podría haber llevado ese título mejor que otras”. Y pensé en plan bien: “Menudo morro tiene esta tía”. Me divirtió su contestación.
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Se ha granjeado Bárbara la imagen de una mujer algo superficial, un poco frívola, ligeramente distraída. Le sale bien hacerse la rubia cuando quiere salir por la tangente porque a juguetona no la gana nadie. Pero después de leer sus memorias entiendo que hay mucho de pose en esa Bárbara despreocupada. Porque la historia de esta mujer es la de una superviviente. Como tantas otras. Criada en un hogar complicado debido a los problemas mentales de su madre, maltratada salvajemente durante años por Ángel Cristo –está viva de milagro– y protagonista de una relación muy poco sana con el rey Juan Carlos.
Un relato de peligros
Quiere la casualidad que el libro de Bárbara salga al mercado justo después de la manifestación del sábado. Tras la lectura del mismo, el lema de la manifestación bien podría aplicarse, según lo que explica Bárbara, a los últimos años de reinado del emérito: “Mafia o Monarquía”. Porque expone una serie de situaciones -amenazas, chantajes, extorsiones- que ponen los pelos de punta. Encuentros casuales que luego están perfectamente orquestados, entregas de sobres, apariciones estelares de fajos de billetes.
De verdad lo digo: no pensaba yo que Bárbara había pasado por situaciones tan enrevesadas y peligrosas como las que narra en el libro. Habría sido una espía perfecta durante la Segunda Guerra Mundial. Me cae muy bien Bárbara así que todo lo que escriba sobre ella está condicionado por la simpatía que le tengo. Me gusta mucho cuando cuenta historias relativas a su llegada a Madrid. Como que dormía en cualquier lado junto a una amiga y se aseaban en los lavabos de unos grandes almacenes, donde aprovechaban para lavarse las bragas y secarlas con el aire caliente del secamanos.
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Y he vibrado con esa noche en Barcelona en la que acaba en el Bagdad con Encarna Sánchez. Contexto: el Bagdad es una sala de fiestas donde se practica el sexo en directo. “La Encarna Sánchez de los taxistas, de las amas de casa afligidas, de repente se vio en una situación descontrolada. La noche había sido una locura, pero lo más divertido estaba por llegar. Nos insistieron tanto que fuimos a saludar a los artistas. Y allí estaba Encarna, muy recta, con su bolso perfectamente sujeto, sonriendo, como si estuviera en un coctel. “Me ha encantado”, le decía a uno, con una sonrisa algo forzada, mientras hacía una especie de reverencia al chico que minutos antes había eyaculado en escena”.
Impagable también ese pasaje en el que cuenta que tuvo que pedirle a Paquirri que se quitara un cordón de oro del que colgaba una pieza de gran tamaño que representaba la cara de Cristo cuando hacían el amor. Porque con el ímpetu de los vaivenes, Bárbara temía quedarse sin nariz o sin algún diente. Uno de mis mayores deseos este verano es tener que pedirle a alguien que se quite un abalorio para no lastimarme. A uno solo. Tampoco pido tanto.