Lo mismo de bien que me lo pasaba con las sastras y las maquilladoras que fueron despedidas recientemente en Telecinco. Organizo con ellas una quedada y les llevo a Las Mellis de sorpresa. Yo habré tenido mis más y mis menos en un plató con Las Mellis, porque dicen que van a contar muchas cosas y luego no cuentan ni la mitad, pero también digo que te levantan una fiesta con una alegría atronadora. Cuando mis compañeros las vieron entrar con sus tres músicos, se echaron las manos a la cabeza, luego se descojonaron y, por último, bailaron y cantaron como si no hubiera un mañana. Mi maquilladora, Susana, se emocionó tanto que no pudo contener las lágrimas y Miguel, peluquero, para añadir más cachondeo le dijo: “No llores, Susana, que ya vienen maquilladas y peinadas”. Al escuchar esa frase antológica casi me meo. Cuando nos echaron del local, nos largamos a una terraza y Las Mellis seguían dándole al ‘Cantinero de Cuba’. La gente flipaba tanto que un señor exclamó con mucho sentimiento: “Esta es la mejor terraza de Madrid”.

Ahora tenemos en Mediaset otro equipo de peluqueros y maquilladores que son estupendos. Muy jóvenes, muy bien preparados y con una disposición extraordinaria, con los que también me lo paso muy bien. Me maquilla Carlos y me peina Sandra, que son para comérselos. Y entienden que echemos de menos a mis compañeros, con los que he compartido 20 años de mi vida. 20, que se dice pronto. Me han visto llegar alegre, triste, enamorado, desencantado, feliz, muy pocas veces enfadado. Hemos cantado, bailado, llorado, brindado. En definitiva: hemos vivido. Pero el mundo cambia y ahora ya no están. Y lo que nos queda es despotricar contra el mundo que se nos está quedando, pero también sentirnos muy felices porque hemos vivido una época de la vida en la que los trabajadores se iban de sus empresas cuando se jubilaban. En una cadena de televisión, una sala de maquillaje no es cualquier cosa. Si se le da la importancia que debe tener, no es simplemente una sala. Es un santuario en el que encuentras tu lugar de paz antes de salir al plató. Charlas con tu maquilladora, intercambias anécdotas, depositas secretos que sabes que jamás saldrán de ahí. Lo mismo con tu peluquera: si tienes un día atrevido, le pides que te revuelva el pelo; si te quieres sentir un niño bueno, que te engomine y te haga una rayita. ¿Y las sastras? ¡Ay, las sastras! Qué mano tienen, qué delicadeza para no hacerte saber que en verano se te ha ido la mano con la comida; y te arreglan los pantalones con sigilo para que no se te vayan las carnes por los bordes.

La vieja escuela

Todas estas personas que forman parte del engranaje de una cadena de televisión están hechas de una pasta especial. He trabajado con profesionales a los que podríamos catalogar de la vieja escuela: nunca ha salido de la sala una confidencia que yo haya pronunciado. Jamás. Las echo mucho de menos. Es como si el mundo que yo he conocido se fuera desmoronando y me pillara un poco mayor para adaptarme a los nuevos tiempos. Después de un año y medio malísimo, vuelvo a sentirme joven, pero entiendo que también empiezo a formar parte de la vieja escuela. Sigo con ganas de dar guerra, pero tengo la sensación de que los profesionales que me arreglan ahora –que no llegan a la treintena– me ven casi como una leyenda. No porque sea bueno, que también, sino porque llevan viéndome en la tele desde que nacieron, o casi. Dando por supuesto que no olvidaré en la vida a mis anteriores compañeros, lo que toca ahora es trabajar con alegría con la gente joven. Y poner todo de nuestra parte para recuperar la ilusión. Somos afortunados. Pocos trabajos hay tan mágicos como la televisión, que, aunque digan que ya no es lo que era, siempre estará a nuestro lado para acompañarnos. No puedo seguir escribiendo mucho más porque me devora la nostalgia, pero en esta época que nos está tocando vivir y que tiene lo suyo –crisis económica, pandemia, guerra–, uno de los pocos refugios que nos queda es la esperanza. Estamos ante una nueva era, tenemos la posibilidad de construir un mundo nuevo basado en la solidaridad y en la preocupación por el prójimo. Llevábamos demasiados años mirándonos el ombligo. O avanzamos de la mano o nos vamos a tomar por saco en un santiamén. Yo, antes de convertirme en mejor persona (buena ya soy), voy a intentar sacarme de la cabeza el ‘Cantinero de Cuba’ que me suena en bucle desde que se lo escuché a Las Mellis. Qué tarde más buena pasamos. ¡Que siga la fiesta!