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Cuando Eva Hache pasó por el programa calificaba cualquier reto que le proponía Calleja como “proeza”. Así que Jesús y yo nos pasamos el día descojonándonos a cuenta de dicho calificativo. “¿Qué proezas voy a hacer hoy?”, “¡Qué buen día para llevar a cabo una gran proeza!”, “Hoy no tengo el cuerpo para proezas” son algunas de las frases que podemos llegar a repetir trescientas cincuenta mil veces en un día. Hoy ha tocado levantarse a las cuatro menos cuarto de la mañana para coger un vuelo a las Marquesas, un lugar recóndito al que llega poco turismo. Jesús ya me ha advertido de que nos alojaremos en una casa de huéspedes porque no existe infraestructura hotelera. Ya nada me asusta después de la proeza de ayer. Pero proeza verdadera, ¿eh? Esta mañana he llamado a mi madre desde el aeropuerto para narrarle las penalidades sufridas y se partía de la risa. “¿Pero quién te iba a decir a tus cuarenta y cinco años que ibas a hacer todo eso? Aún recuerdo cuando de pequeño te ponías malo en el colegio para no ir a gimnasia”. Ayer fue un día de mucha tensión y bastante miedo. Me bauticé en el vistoso mundo del rapel con una montaña de veinticinco metros. Hacía muchísimo tiempo que no pasaba tanto miedo. Y más cuando durante la realización de la proeza escuchaba decir a Jesús: “Esto no va bien, esto no va bien. Sacadnos de aquí porque puede ser peligroso”. Decidí abandonarme. No pensar en nada. Dejarme llevar. No puedo contar nada más para no destripar el asunto pero sí quiero compartir con vosotros que esta mañana, en el avión a punto de despegar, he llorado de emoción. A espaldas de Jesús. Me hubiera gustado compartir mis lágrimas con él pero mi timidez me lo ha impedido. Por ahora.