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Durante años se paseaba por la vida como la mejor presidenta de la Comunidad de Madrid. Diversos medios le dedicaban sin cesar portadas halagüeñas y decenas de periodistas hacían la ola a su paso. Desde hace algún tiempo es la sombra de lo que fue pero su imagen está bajo mínimos por haber dado bajo su mandado cobijo a tanto ladrón.
El viernes, después de declarar por el caso Gurtel, se le escaparon unas furtivas lágrimas a la salida de los juzgados. Pero la voz entrecortada de una señora mayor no nos produjo ninguna empatía porque ya nos tiene hartos. Estamos cansados de su cabezonería, de su empecinamiento, de sus ganas de figurar y de su escasa generosidad. No podemos dudar de su honradez pero su valía política queda reducida a la nada cuando ha sido incapaz de advertir que todo a su alrededor olía a podrido. A Esperanza Aguirre no le basta con dimitir. A partir de ahora deberá realizar la travesía de su vida en silencio porque con todo lo que se está descubriendo ha quedado moralmente incapacitada para expresarse. La ha matado su soberbia.