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Me parecía esta semana demasiado obvio hablar de Alba Carrillo. Y, como siempre, me dije que no lo haría porque ella recogería titulares suficientes este fin de semana. Pero ya me conocéis. Mis juramentos son ninfas absurdas que se mueven en parques temáticos. Cuando llegué a casa después del ‘Sálvame Deluxe’, me sentí con sensación de asqueo por algunos comentarios en las redes sociales. Quien me sigue sabe que no me ocupo de leer –ni mucho menos responder– a los comentarios del programa. Pero algo se me estaba metiendo en las entrañas y no me ha soltado hasta que no he empezado a escribir.
Un concierto apagado
Me he despertado con una sensación que me oprimía de rabia. Así que a mojarse. Voy a hablar de mí. Cuando oía a Alba, me sonaban ruidos familiares, el concierto apagado de un discurso que no supo afinar. Y el estruendo hueco de las palmadas en las redes de un público fanatizado, que en el cortejo pierde su esencia. Conozco y reconozco las cortes fatuas de estos ídolos, que no tienen en cuenta nada más que dar alguna partida de trigo de cosechas sobrantes a sus bufones para que sigan bailando al movimiento de sus dedos.
Una denuncia conmovedora
Alba relata una historia de amor y Feliciano narra la pérdida de un juego en su Play-Station. Cualquier mujer tiene derecho a denunciar lo que ella considera un trato inadecuado por parte de su pareja. Alba ha narrado cosas íntimas merecedoras de críticas, es cierto. Y tiene que estar preparada. Pero con respecto a mí, cuando la tuve enfrente, me conmovió y me convenció.