Hoy he vuelto a ir al teatro a ver la función de Jorge. Y me ha vuelto a pasar. Siempre que le veo encima del escenario lloro como una niña que ve de cerca a su ídolo clavado en las paredes de su cuarto idolatrándolo como algo inalcanzable.

Mi amor por Jorge es incuestionable, pero la admiración por él sigue tomando ventaja. También me produce cierta tristeza su disciplina que le impide cogernos de la mano e irnos a explorar esas noches preñadas de risas y complicidad. Lo echo de menos a rabiar, pero me gusta verlo tranquilo y disfrutando de su sueño. Reconozco que soy como una novia celosa que me desdoblo entre su éxito y el abandono que me aparta de él.

Me pregunto si sé amar con generosidad y mi respuesta se cuelga en una nube que no sé despejar. Jorge forma parte de mi vida con unas raíces de troncos fuertes, que a veces pierden firmeza con la nostalgia.

No somos cariñosos ni necesitamos hablarnos cada día, pero necesito saber que está bien. Me gusta cuidarlo y cuando se va de mi punto de mira, lo busco como un sabueso.

Me apetecía escribir a mi amigo, mi cómplice, mi ejemplo de que cuando crees en un sueño, este se mete en tu ruta sin soltarte la mano. También echo de menos a P. y nuestros viajes. Y sobre todo estoy echando mucho de menos ser feliz a trozos.

En fin. Un fin de semana donde he celebrado el cumpleaños de Alba en la distancia y descubro que cada vez soy más frágil con el amor y más martillo con la nadería de los personajes con los que intercambio hojalata cada día. No puedo evitarlo. Lo mejor de la semana ha sido oír a mi nieta Victoria diciendo que me echa de menos. Lo demás es material de mercadillo.