El día 23 de enero de 2007 recibí una llamada que me hizo brincar el alma y cambió mi vida para siempre.
“¡Mamá!¡Ya está aquí Alexander!”. Me gustaría contarlo de forma que sintieran incluso mis latidos cuando oí la voz de Alba, mi hija. No va a ser fácil. Pero voy a intentarlo.

Estoy segura de que el taxista que me llevó ese día a la clínica Ruber no habrá olvidado fácilmente la pesadilla de ese trayecto. En vez de respirar, yo convulsionaba y le decía cada 30 segundos: “¿Está seguro de no haber cogido el trayecto más largo? No me suena nada este camino”.Y me revolvía en el asiento hablando con un enemigo imaginario que me ponía zancadillas para llegar más tarde a la meta más feliz de una vida que empezaba a sonreírme por fin.
El taxista me miraba por el retrovisor temiendo que le cogiera del cuello y le asfixiara lentamente, como una asesina en serie. “¡Por favor! ¿Se puede tranquilizar, señora? Va a sufrir un infarto”. Pero lo cierto es que temía sufrirlo él. La cara de alivio de ese hombre cuando me soltó en la puerta del hospital estuvo a punto de arrancarme un abrazo. Me contuve. Si hago un gesto más su corazón no lo habría soportado.
Así que yo, a lo mío. A trotar por los pasillos con la misma cara de loca con la que me bajé de ese trayecto, que viví como un secuestro.

Os preguntaréis por qué no estaba en el momento del parto. Alba procura evitar mi presencia en momentos tensos. Y ahora habéis entendido por qué.
Soy nula para mantener la calma. La mía, y sobre todo las de los demás.
Abrí la puerta de la habitación y olí el mismo perfume que cuando nació mi hija. Y además tenía la magia de ver a esa niña sosteniendo en brazos a Alexander, su primer hijo.
No se podía ser más feliz. Toda la estructura de mi vida se volvió a colocar. Y en segundos se estaba convirtiendo en un edificio sólido y lleno de luz.
Han pasado 9 años y cada día que miro a Alexander recuerdo con la misma intensidad el primer día que le cogí en brazos.
Temblaba como cuando era niña y abría mis regalos de Reyes.
Así que, este es mi homenaje a mi nieto. Quiero que cuando yo ya no esté, pueda leer esto, y saber que cada día que me oprime, suelto lastre y sigo caminando. Porque al final de cada recorrido siempre están ellos esperándome en la meta.

Hay una pregunta que Alexander me hace con frecuencia: “Abuela, ¿tú en qué trabajas?” Y yo respondo: “En la tele. ¿Me ves, no?”. Y él me dice: “No. Yo te veo hablar con tus amigos, pero trabajar, no. Entonces yo me cuelo en esos ojos azules y le sonrío.”
¡Felicidades Alexander! Gracias Alba, y a ti Aviv. Por haber reconstruido mi vida desde el derribo.

“Querida Laura...”Así empezaba una carta que mi compañero Kiko Matamoros le escribió a su hija hace un tiempo y que leyó este pasado viernes en el plató del ‘Deluxe’. En principio parecía una declaración de amor, pero a medida que íbamos oyendo el texto la confusión se apoderó del plató. Diego Matamoros clavaba sus ojos en la imagen de su padre como un cuchillo afilado a punto de filetearlo. Después, todo eran interpretaciones que en ningún sentido beneficiaban a Laura. Yo no voy a descifrar esa carta, pero me dejo una sensación amarga. No sé qué pasa por la cabeza de Kiko cuando se defiende empuñando unas armas que siguen hiriendo la relación con su hija. Creo que entre ellos hay códigos que somos incapaces de descifrar.
Hablan de odios y traiciones, pero son capaces de sonreír después de una batalla televisiva sin tregua que a mí me nubla el entendimiento, y me bailan preguntas que soy incapaz de responderme. ¿Por qué Kiko tiende en el patio de un plató una carta que pertenece a la intimidad de Laura? ¿Por qué es incapaz de aflojar su rigidez emocional cuando Diego está narrando su soledad y es incapaz de abrazarle? ¿Y por qué consintió que durante años estos niños sufrieran esa orfandad? ¿Quién miente?
Y sobre todo: ¿estamos ante un negocio que debe seguir funcionando a pesar de que todos acaben lesionados gravemente? No lo sé. Pero lo que sí sé, es que esta historia me produce el mismo dolor que hastío. En serio. Soy incapaz de descubrir a los buenos y a los malos en esta película de serie B. Sin prácticamente haberse recuperado de su último paso por el quirófano, Kiko se sometió este pasado lunes a una intervención quirúrgica para que le implantaran pelo de la cabeza –que se había dejado crecer para la ocasión– en las cejas, que se le estaban quedando ralas. Esta familia parece extirpar todos sus males a golpe de bisturí.