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Llevo una semana que estoy para descambiarme. Los nervios se me han pegado al estómago y tengo la sensación de haberme injertado un balón gástrico que no acaba de colocarse. Tengo sueños en los que me pierdo y, cuando me despierto, quiero seguir en ese laberinto que me impide salir al exterior donde hay que tomar decisiones. Así que he decidido pasar unos días con mi familia. Ellos me conocen y me dan ese espacio de silencios que necesito. Lo único que hago es despedirme de gente que van a veranear a sitios idílicos y yo no he planeado nada. Así que me veo en Madrid buscando destinos sin convencerme ninguno. Vamos, que se me presenta un verano aventurero en el que la única aventura será decidirme cuando ya acaben mis vacaciones.
A todo esto, no abres una página de revista donde no te refrieguen por la cara los maravillosos posados en sitios de ensueño con los cuerpos perfectos de los famosos. ¡Un asco! Me estoy convirtiendo en una callejera viajera sin salir de casa. Tengo que decir que ha sido el año que más ofertas de invitaciones he tenido, pero con esta alegría que tengo en mi cuerpo, he decidido no alterar la paz veraniega de mis amigos. Y creo que se sienten salvados cuando declino la invitación y les comento que necesito encontrar otras opciones. Todos me mandan a cualquier sitio con spa donde pueda relajarme. Mi estado de ánimo lo perciben con nitidez. Lo mejor de todo es que le comento a Jorge lo de irme a ese spa, y me dice: “No lo veo. Tu no eres capaz de sentirte encerrada”. Cuando le cuelgo, me pregunto: “¿Ha dicho eso?”, y me empieza a dar vueltas la cabeza como a la niña de ‘El Exorcista’. La semana que viene espero haber cruzado una parte de mi particular Triángulo de Las Bermudas.