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Hace mucho tiempo que decidí seguir este decálogo y nada ni nadie me hará salirme de ahí:
- No voy a permitir el chantaje bajo ningún concepto.
- No me voy a dejar inocular el miedo por delincuentes ni pordioseros de la moralidad.
- No me va a torcer el gesto ningún vendedor de vísceras malolientes.
- No voy a dejar de disfrutar de mi vida por ocuparme de los que no pueden hacerlo por respirar miseria.
- No me voy a mimetizar con la gente que miente y lleva una doble vida.
- No voy a ser mercancía de quienes venden las miserias humanas, porque con eso compensan las suyas.
- No me voy a bajar del triunfo por el fracaso de otros.
- No voy a corregir los errores de los incultos, porque eso me restaría tiempo para seguir formándome.
- No voy a caminar mirando hacia atrás, porque eso me impediría disfrutar de los paseos que me regala la vida.
- No daré tregua a ningún chamarilero de la moralidad.
Así que giro la cabeza y sigo con la gente que me importa y me hace crecer. Entre ellos, mi compañero, mi amigo, Jorge Javier. Él hace de la tragedia una pirueta alegre a la vida y es capaz de cambiarte el estado de ánimo en segundos. Sabe lo que ha conseguido, lo disfruta sin caer en gestos de nuevo rico y te sacude las preocupaciones.
Jorge es distante en la cercanía y entrañablemente próximo en la lejanía. Es de esas personas que no quieres perder en la vida, porque tienes la certeza de que la echarías de menos siempre.
Ahora sé que está en casa con los que más necesita. Pasará un tiempo hasta que vuelva a verle. Mientras tanto, miro su imagen saliendo del hospital y veo a ese amigo que cuando sonríe te invita a vivir y te hace pegar brincos sin que puedas parar. Le quiero. Y quiero seguir practicando este sentimiento el resto de mi vida.