He intentado mantenerme –lo más posible– al margen de la guerra encarnizada que libran Rocío Carrasco y Antonio David desde hace años. No he entendido, ni entiendo, la lejanía de Rocío con sus hijos. Para mí sería impensable arrancar de mi vida la vida de mi hija.
Ambos tendrán sus razones, pero lo cierto es que los niños arrastran el conflicto en primera línea de batalla. No me gusta ver cómo son zarandeados y expuestos. Pero lo que más repulsa me produce es el papel de los Mohedano y sus interminables –y a veces ridículas– procesiones, sacando a pasear la imagen de la Jurado de la mano del morbo. De nuevo los veo reunidos para honrar la memoria de la artista. Me pongo a leer y me pregunto qué onomástica celebran ahora.
¡Dios! Y resulta que se reúnen alrededor de una reinauguración de una estatua de Rocío Jurado, que, con todos mis respetos, me parece un acto baladí.
Hasta ahí, podría ser normal. Esta familia respira a través de la vía celestial de la cantante fallecida. Pero ahora llega mi asqueo, cuando veo que los invitados principales son los hijos de Rocío Carrasco. De nuevo.
Entonces me enfundo las pistolas de la Carrasco. La utilización de estos niños para asegurarse la foto de familia en la prensa es de una falta de estética emocional que a mí me chirría. Así que, si a mí me producen cansancio las escenas lacrimógenas continuadas de esta parentela y un enorme pudor por una puesta en escena tan circense, puedo imaginarme los gritos apagados de Rocío Carrasco, viendo a sus hijos participando en un eterno funeral, cargado de folklore y mercadeo.
Mientras los Mohedano sigan participando como sicarios de la pantomima, esta guerra seguirá haciendo sangrar a los únicos inocentes de esta historia.