La muerte de Pablo Ráez nos ha dejado a todos con una sensación de fracaso en el alma. Es cierto que no compartí este dolor en las redes porque tenía la sensación de que, si no hablaba de su muerte, de alguna manera este seguiría sonriéndonos desde algún punto invisible que nos lo devolvería. Pero la parca es ajena a los méritos vitales. Dispara sobre blancos ciegos como un juego maldito, que arranca la vida temprana de seres que nos dejan huérfanos de optimismo.

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Pablo conseguía hacernos sonreír con sus guiños alejados del dolor. Él hablaba de su enfermedad pidiendo ayuda para extraños. Levantó a una sociedad que dormitaba en la petición de la donación de médula hasta que el grito de Pablo les despertó.
Siempre lo voy a recordar sonriendo y haciendo campaña para que su muerte no fuera baldía. Y lo ha conseguido. Más de 11.000 donantes. Un chico de 20 años apuñalado por la leucemia saca fuerzas de su débil vida para salvar las ajenas.

Vivo en un mundo, por mi trabajo, donde los valores están caricaturizados. Y a veces me impregno de esa esencia. Pero ahí están gente como Pablo que nos hace mejores personas. Me niego a despedirme de él. Leo una de sus frases, una y otra vez: “La muerte forma parte de la vida, por lo que no hay que temerla, sino amarla”. Su abrazo a la vida y a la muerte nos ha dado la mayor lección de grandeza que recuerdo en alguien. Podría haberse rebelado contra la injusticia de la recogida tan temprana de su existencia. Pero, en el vuelo que le ha llevado a la lejanía, ha dejado una estela de esperanza que salvará a muchos recordando su fuerza.

Gracias y hasta siempre, Pablo Ráez.