Todo el mundo hablaba de Cristina Pedroche en la fiesta de los Planeta. Sin embargo, yo no podía quitar los ojos del espectáculo físico y emocional que es Teresa Viejo. De blanco, como una diosa, brillaba entre la multitud que se reunía en la entrega del Premio Planeta. Más de mil personas y otras tantas almas mezclándose entre copas de cava, flashes de los fotógrafos, políticos y modernos canapés.
Déjame que te cuente cómo fue el día querido lector. Como buen hombre disciplinado que soy llegué pronto a Barcelona para disfrutar de la ciudad y descansar del maravilloso jaleo que me había montado Pablo Motos en el Hormiguero. Hablé de Utiel, de mi novela y acabé colgado del plató. Olvidé decir en directo que he vivido toda la vida en Buñol, pero aquí queda. Cogí la llave de la habitación 231 y, después de una ducha, me bajé a comer. Qué suerte. En la mesa de la ventana estaba una autora de éxito que adoro, Dolores Redondo. “Quédate a comer con nosotros”, me dijo. La escritora de la trilogía del Baztán es generosa y buena, triunfa y lo comparte. Me imaginé de gira por todo el mundo con ella, desayunando en hoteles y comentando novelas futuras. Al levantarme a por la fruta me tropecé con el pastel: Quim Gutiérrez. “Qué tal, qué haces aquí”. “He venido al Planeta”, me dijo. Es un estupendo actor y le quedan los trajes como a nadie, pensé. El Hércules Poirot que vive en mi despertó poseído por Agatha Christie mientras volvía con algo de piña y una crema catalana: Quim ha venido con el ganador del Planeta. Gana alguien relacionado con el séptimo arte, sospeché. Efectivamente. Cuando, al final de la cena del Premio Planeta, la genial Lourdes Maldonado abrió el sobre del finalista del premio, Quim sacaba la cámara del bolsillo y enfocaba al escenario. ¡Voilà! El director de cine, Daniel Sánchez Arévalo se llevaba los aplausos. Sí, el amigo con el que rodó Azul Oscuro Casi Negro o Primos. A su lado estaba Mario Casas, José Coronado, Anna Simón, Matías Prats, Mónica Carrillo y Julia Otero con su hija. La mesa era un casting de cine. Cuánta belleza en un círculo.
Yo compartí la cena con el prohombre Peridis, todo un señor que además de ingenioso, afable y conversador, es un estupendo escritor de novela histórica. Leed su 'Esperando al Rey'. Me dijo que está escribiendo sobre la maldición de la reina Leonor y casi doy un respingo en la mesa. Disimulé. Con Juan Manuel de Prada acabamos hablando de lencería y de su novela sobre Santa Teresa. Todo es posible. Lo decía Albert Camus: “La capacidad de atención del hombre es limitada y debe ser constantemente espoleada por la provocación”.
Mi beso preferido en esta ceremonia fue el de Luz Gabás, la autora de Palmeras en la nieve. Es ma-ra-vi-llo-sa ella y la novela. Prometo visitar Benasque, su pueblo. Nativel Preciado y Marta Robles son de las que tienen algo bueno que decirte y alguna propuesta que hacerte. Allí estaban, bellas. Por mi lado pasó Alicia Giménez Bartlett, con una sudadera en la que ponía “¡Merde!” de color plata. Qué atrevida. Me gusta. Minutos después era la ganadora del Premio Planeta. “Hay que tener un par de huevos para venir así vestida”, comentó la propia Alicia. Era su travesura particular. Subió al escenario y estuvo verdaderamente brillante, más incluso que su también provocador jersey.
Luego ya vino el compadreo, las risas y la charla entre escritores, políticos y actores. O todo a la vez. Carmen Posadas, María Dueñas, Javier Moro, Lucía Etxebarría, Javier Sierra, Eslava Galán o Manel Loureiro. Triunfadores. Muchos más, no es cuestión de montar aquí el santoral.
Como siempre, mi clásico del Planeta es compartir desayuno con Espido Freire para ponernos al día y estrechar lazos. Así hicimos otra vez. La ganadora más joven del Premio Planeta con 'Melocotones Helados' es pura fragilidad y ternura. “Deberías tener un gato”, me dice. Pienso en Doña Leo, mi perra, y creo que moriría de celos. “Me lo pensaré”, le digo.
Postdata: Eché mucho de menos a mi admirada Ana María Matute, mucho. Cuando todo el mundo se apelotonaba entre saludos y copas de cava en el hall del Palau de Congressos de Barcelona, ella, la dama de los cabellos blancos, siempre permanecía silenciosa en una mesa vigilando la vida. Hay muchos que necesitan pasear entre lentejuelas y fingir que son autores de renombre, otros –como ella- tenían tanta vida interior que les bastaba con observarla desde lejos discretamente. A ella le he dedicado mi quinta novela que acaba de salir.