Desde hace años, desde que soy pareja de Kiko, soy asidua espectadora de las veladas de boxeo. Confieso que mis conocimientos no van más allá de distinguir un gancho de un directo, o de pelear en la distancia larga o en la corta, pero he aprendido a valorar y a disfrutar de un espectáculo donde el valor y la nobleza están por encima de cualquier prejuicio.

Entiendo a la gente que rechaza este deporte, a la vez que no entiendo su demonización bajo la excusa de proteger la integridad física de los combatientes. Me gustaría oír esas voces en otros supuestos, como por ejemplo, la Fórmula I o el motociclismo de competición, que se cobra la vida de muchos de sus practicantes con la centésima parte de su actividad pero claro, los intereses comerciales son distintos.

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He tenido la suerte de compartir veladas al lado de gente de todo tipo, incluidos artistas como el pintor Eduardo Arroyo, directores de cine como José Luis Garci (con el que coincidimos el viernes en la última velada de boxeo en el Casino Gran Madrid de Torrelodones) y una legión de actores como Javier Bardem, que también es practicante del boxeo. Pero sobre todo he tenido el privilegio de compartir momentos con grandísimos campeones como Javier Castillejo, Manel Berdonce o Pablo Navascues.

Muchas madrugadas hemos pasado en vela para disfrutar en casa de los grandes combates internacionales, y os aseguro que la pasión con que se vive en casa no tiene nada que ver con otros acontecimientos deportivos. Estoy segura de que el afecto que Kiko le tiene a Rocío Carrasco viene de la admiración y el cariño que siente por su padre, “el marinero de los puños de oro”, Pedro Carrasco. Cada vez que habla de la historia del boxeo recuerda los combates memorables de Carrasco con Velázquez y Mando Ramos, dos grandes campeones del mundo.