Anoche soñé con Lima, señal de que ya debo volver a casa. Es la que más me echa de menos cuando estoy fuera. No se siente segura bajando escaleras –subiéndolas, sí; qué curioso– y aún así me han contado que hace unos días subió a mi habitación y se plantó delante de la puerta, que estaba cerrada. Tuvieron que abrírsela para que recorriera la habitación y comprobara por ella misma que yo no estaba dentro.

Siempre le digo a P. que Lima está enamorada de mí y él me da la razón para al poco rato descojonarse de mi pensamiento. Cuando en marzo me operaron pasó un día tan apagada que pensaban que se había puesto enferma. Fue acabar la operación y que saliera todo bien y, al día siguiente, renació. Lo escribo como me lo contaron, no me invento nada.

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Tengo ganas de volver a casa. Y también al trabajo, porque intuyo que este año va a ser un año crucial. Me pregunto si después de tanto tiempo la gente seguirá acompañándome. Son demasiados años, demasiadas horas, demasiados programas. No es inseguridad, es curiosidad, inquietud, gusanillo. ¿Qué pasará esta temporada? ¿Será tan buena como la anterior? ¿En qué jardines me meteré? Es una vuelta distinta, lo intuyo.

Tras casi dos meses de vacaciones, aterrizo con la sensación de que la lucha es cada vez más complicada y eso me gusta. El público ya te conoce, sabe cómo respiras, qué piensas. El reto ahora es intentar sorprenderle. Pensar qué hacer para atraparlo, para que no se aburra. En definitiva: trabajar para seguir siendo cómplices. Creo que tengo uno de los trabajos más apasionantes del mundo. Es hora de volver aunque todavía me queden un par de atardeceres en este Mediterráneo que me ha devuelto una paz muy necesitada.