Sábado doce del mediodía. Hoy voy a ver ‘Miguel de Molina al desnudo’ en Badalona. Estoy inquieto. Casi nervioso. Me emociona volver a mi ciudad con mi primera producción teatral. Me siento muy querido allí.



 

Sé que va a ser una noche especial: me reencuentro con amigos, irá toda mi familia al teatro y los de la discoteca Titus –aquella en la que no me dejaban entrar cuando era más joven porque se veía a la legua que provenía del barrio– me ceden un reservado para tomar algo con mis amigos.

 

La función se representa en el precioso y remodelado Teatre Zorrilla, un lugar que cuando yo era pequeño albergaba unos recreativos bastante cutres. Como todos los de la época: poca luz, humo de tabaco como si fuera un incendio, ambiente un tanto lumpen.

 

Hoy me acuerdo muchísimo de mi padre. Sé que lo hubiera disfrutado. Carlota Corredera, que a intensa no le gana nadie, me advierte por teléfono: “Disfrútalo porque lo que vas a vivir esta noche es lo mejor que te va a pasar en años”. Lo ha conseguido. Estoy a punto de enchufarme un lexatín.

 

Llegar a mi ciudad. Que al llegar al Teatre Zorrilla te aplaudan cuando entras. Ver a tu madre haciéndose fotos con los paisanos que abarrotan la platea del teatro. Que Ángel Ruiz esté como nunca. Que César Belda toque como si no hubiera mañana. Que el público siga la representación con sumo interés y aplaudan a rabiar al final de la misma.

 

Ver a todo un teatro puesto en pie. Esto es la felicidad.