Maldita la hora en la que me comprometí a no hablar nunca más de política. Me están saliendo estigmas en las manos y llagas en la boca. Es muy difícil no hablar de política porque todo en la vida es política. Incluso la serie documental sobre Rocío Carrasco. Es más: esa, más que ninguna. Porque en realidad de lo que se habla en esa serie es de romper con ese estereotipo de mujer y madre tradicional, y eso acaba doliendo. Porque hay mucha gente a la que no le viene bien que las mujeres alcen la voz y reclamen igualdad. Para esa gente las mujeres calladitas están más monas porque así no dan guerra en los hogares y lo tienen mucho más complicado para acceder a trabajos relevantes, con lo cual los hombres se cargan gracias a ese arrinconamiento a muchísimas competidoras. Me asombran aquellas personas que se resisten a creer que la historia no es como se la han contado y atacan con una virulencia inusitada a los que les enseñan esa otra parte que les obliga a cuestionarse, a dudar, a hacerse preguntas. En definitiva, a avanzar. La serie documental de Rocío Carrasco es un ataque demoledor contra la parte más reaccionaria de la España contemporánea. Un arma de destrucción masiva contra la culpa y la moral castradora. Y las palabras que Antonio David ha utilizado durante tantos años para referirse a Rocío parecen extraídas de una tarde de tertulia en el patio de la casa de Bernarda Alba. Por cierto, para toda aquella gente que se pregunta que por qué Rociíto no ha llamado todavía a sus hijos: que no tenga ninguna duda de que la culpa es del Gobierno de España, de los independentistas catalanes y, sobre todo, de Venezuela.