¿Por qué nos empeñamos en decirle a las mujeres lo que deben hacer? ¿Por qué no podemos dejar que actúen con libertad y hagan o no hagan según les apetezca? Son cuestiones que me planteo a diario y para las que no consigo una respuesta satisfactoria. Será que nos creemos con autoridad para hacerlo. Cómo si no tuviésemos bastante con organizar nuestra propia vida como para ir juzgado la de los demás. En fin. Todo este periplo viene motivado por Cristina Pedroche -¡quién si no!-. Cada vez que la presentadora se manifiesta, corren ríos de tinta virtual para analizar cada una de sus declaraciones. Ni los candidatos a presidente del gobierno generan tanta expectación. Y eso que, en nuestro día a día, un político tiene muchas más implicaciones que la Pedroche.
 

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Reconozco que la estrella más rutilante de Atresmedia no es santa de mi devoción. No le veo la gracia, ni el misterio. No acabo de casar con sus bromas de chica pizpireta, ni termino de verla al frente de 'Pekin Express', formato que llevaba con mucha más presencia y entrega Raquel Sánchez Silva. Dicho esto, lo que tampoco acabo de entender es la manía que le ha entrado a la sociedad española por decirle lo que debe hacer, pensar y sentir. Si se desnuda, porque se desnuda. Si no se desnuda, porque no se desnuda. Si se casa, porque se casa. Si no se casa, porque no se casa. La cuestión es situarnos por encima de ella y mostrarle todos sus errores y equivocaciones, o mejor, lo que nosotros creemos que son errores. ¿Pero quiénes somos para opinar con tanta vehemencia? ¿Los nuevos justicieros?
 
Cualquiera que se exponga en televisión asume el riesgo de no gustar, de ser objeto de comentarios y críticas, de convertirse en ese vecino que no soportamos pero nos toca aguantar cuando nos lo encontramos en el ascensor. Y no creo que Cristina Pedroche no sea consciente de todo ello, aunque a veces sus reacciones nos hagan pensar que no es así -enfadarte cuando te encuentras reporteros en el aeropuerto cuando tú misma has sido reportera demuestra muy poco empatía-. Pero de ahí a convertirla en una especie de pupila a la que tenemos que educar hay un gran paso. ¿Por qué esto no ocurre con otros rostros populares cuyas vidas distan mucho de la perfección? ¿Por qué no le decimos a Kiko Rivera lo que debe ponerse o si debe depilarse o no? ¿Por qué, en su lugar, le reímos las gracias y le alabamos su poder de seducción? ¿Por qué siempre nos ensañamos con las mujeres?
 
A nadie se le escapa que muchas de las declaraciones de la presentadora sobre su relación con el chef David Muñoz le harían saltar las alarmas a cualquiera. Afirmaciones como 'David tiene mi vida en sus manos', 'gracias a él me siento segura' o la última en la que aseguraba que nunca querría tanto a un hijo como quiere a su marido evidencian una dependencia muy poco sana, pero de esto, no nos equivoquemos, no tiene culpa Cristina Pedroche. Es la sociedad la que nos educa así, la que nos dice que las niñas deben jugar con muñecas y los niños con balones, la que nos ha vendido el cuento de las princesas desvalidas y los aguerridos caballeros. Hemos presionado tanto a la presentadora para encontrar un amor de esos 'que dan sentido a la vida' -madre mía, el lenguaje-, que ahora no podemos ir recriminándole nada.
 
Eso sí, debería probar a no entrar en el juego de las respuestas y justificaciones. No es necesario que tenga que argumentar todos sus movimientos, como no lo hace la mayoría de la gente. Al final, tan solo se genera más ruido. Y no sé ustedes, pero yo estoy ya del barullo hasta la coronilla. ¿Y si nos centramos en las cosas que, de verdad, merecen nuestra atención?

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