El reencuentro de la primera edición de OT ha sido como levantar la alfombra que acumulaba el polvo de muchos años. Han vuelto unos chicos que eran perfectamente normales, y se convirtieron en improvisadas estrellas de andar por casa. Y han vuelto también los comentarios a favor y en contra de la fama, la industria musical y el formato de Operación Triunfo.
No seguí, ni me gustó ni entendí jamás OT. Tal vez por eso no estoy acreditada para hablar de ello, o todo lo contrario: puedo opinar desde la desafección más absoluta y atinar en mis juicios. El caso es que desde fuera el fenómeno me resulta (y me resultó en su día) desmesurado y gigante.
Al fin y al cabo sólo se trataba de gente con cualidades vocales. Vino a ser la demostración de que las estrellas son gente normal, llenos de miedos, defectos, y a veces hasta cortedad mental.
Cuanto más cercanos y famosos se hacían aquellos muchachos, más se desmitificaba la música y la fama. Y a la vez esa idea de “lucha por tu sueño porque lo conseguirás” era (y es en los talent shows) el motor del programa, y el éxito del formato. Es una idea perversa que además cala muy hondo en la gente de a pie.
Conseguir un sueño o vivir de meras aptitudes técnicas (que no artísticas) no depende sólo de desearlo. Influye y mucho el factor suerte, así como el aspecto físico, el lugar, el tiempo o las modas imperantes. Para triunfar de una forma masiva se tienen que dar muchas circunstancias. Pensemos por ejemplo en el caso de David Bisbal, con carisma de ganador desde el minuto uno.
De hecho los que menos éxito han tenido de OT son los grandes damnificados, pero también los verdaderos protagonistas. Javián, Geno, Mireia… son quienes otorgan el éxito a sus compañeros, por mera comparación. Los perdedores son los que nos interesan, los verdaderos héroes, los que vertebran la narración para que ésta resulte épica.
Mucha gente dedica su vida a luchar por el triunfo, esa idea pérfida del éxito que implica el reconocimiento ajeno, y no la verdadera valía artística.
En la música, pero también en teatro, pintura, fotografía… Y eso sí que es preocupante. La idea hueca de que se puede triunfar si se persigue un sueño produce frustración. Lo vemos a través de un montón de participantes en talent shows, que viven sus minutos de popularidad y ceden a los programas audiencia para que les usen, expriman y desechen. Ese es el concepto mercantil y mediático del éxito, que nada tiene que ver con artes y vanguardias, con pensamiento estético y con calidad. El triunfo, en efecto, sería aquí simplemente llegar a mucha gente.
Con OT ocurrió esto mismo pero de forma sobredimensionada. Unos chicos obscenamente corrientes, son expuestos a una mayoría ávida de estrellas y críticas, de normalización y cercanía de la popularidad.
Si usted tiene una afición, la que sea, y la disfruta y se le da bien, llévela a cabo, claro que sí. Explore hasta donde le lleva… Pero pretender ganarse el pan y además obtener fama y reconocimiento de ello, es un error. Primero porque tiene una asombrosa cantidad de posibilidades de no conseguirlo. Pero sobre todo, porque para hacer algo bien, no es necesario un público -no siempre muy docto- que le aplauda.
No sólo están en la cola de este fenómeno los que menos éxito cosecharon de la primera edición de OT. También los de otras ediciones, que ahora hasta reclaman también su reencuentro, para mendigar horas de exposición televisiva. Y detrás estarían todos los participantes de formatos similares, y detrás, todos aquellos integrantes orquestas y animadores de hotel, o los grupos independientes, o los músicos de sesión… Y así hasta cualquiera de nosotros, porque todos valemos para algo que nos gustaría que nos reconocieran.
El triunfo, queridos todos, es vivir en armonía y con un sano equilibrio entre nuestras aspiraciones, nuestros potenciales y el rendimiento de unas y otros. Y no el aplauso puntual de un público fácil.