Con pocas palabras, caótica concisión y mucha mala baba contenida, mi compañera de blog y madre imaginaria, Mila Ximenez, ha explicado con maestría el sonrojo que producen las muestras de falso lujo y buen gusto de Luis Rollán y Raquel Bollo.
Sus fotos en Instagram, sus endebles defensas y su férrea amistad interesada frente a las evidencias de mercadeo cutre, lejos de causarme aversión, a mí me intrigan e interesan.
Tanto el uno como la otra son ese tipo de gente que colecciona clichés del buen vivir, y de estilo, pero al hacerlos suyos los destrozan y pervierten.
Luis Rollán está pasando por momentos muy bajos en cuanto a su popularidad. Parece más que probado que lleva años “vendiendo” a sus amigos populares, exponiéndolos a los medios para sacar tajada económica. Lejos de arrepentirse o admitir sus carencias -económicas, éticas o de la índole que fuere- Rollán ha optado por la peor de las defensas: Negar la evidencia y enfadarse con rabia y dolor por ser “descubierto”. Como un pandillero, un recluso o una persona poco formada, el periodista ha reaccionado puerilmente. Dio a entender en un Deluxe que el paparazzi Jordi Martín (ex compañero y principal delator de Rollán) lo tendría amenazado. Habló de su guerra personal con este chico, y de las cosas que este habría dicho de él en privado. Intentó así desviar la atención sobre los hechos de los que se le acusaba. Y después, como si fuera un nini con ínfulas, se marchó a Ibiza, a pasar un verano hortera con su marido y sus amigos.
En redes sociales muestra una sonrisa impostada, unos looks pretendidamente modernos y un cuerpo aspirante a tronista que suscita más lástima y risa que la admiración que seguro que él pretende.
Porque las redes sociales finalmente son un cumulo de “Dime de qué presumes y te diré de qué careces”, el epítome mismo del sufrimiento propio. Y Rollán, al igual que su incondicional amiga Raquel Bollo, ponen gran esfuerzo en resultar distinguidos, cuando lo que muestran finalmente es una total ausencia de refinamiento.
Como apunta Mila Ximenez, no hay clasismo alguno en este tipo de comentarios. No es necesario situarse por encima de los personajes (Rollán y Bollo). Son ellos quienes se esfuerzan por parecer selectos en cada cosa que muestran al mundo. Las instantáneas de ocio, fiestas, e incluso con la celebrity Paris Hilton… Sorprende que detrás de este empeño haya chanchullos tan feos y un mundo lleno de carencias.
Bollo y Rollán no lo saben, no son conscientes de ello, pero representan todo un estilo aspiracional, un conjunto de detalles que en sí mismos molan mucho: Lo vimos al conocer la casa de Bollo, decorada por un enemigo de la proporción. También en el reclamo tanoréxico de la piel de Rollán. Lo palpamos al cotejar los looks de ambos colaboradores, innecesariamente caros. Lo gozamos al oír hablar a uno y otra, con preocupaciones exquisitamente banales. Lo disfrutamos a lo grande, reconozcamoslo.
En el caso de Rollán, en las últimas horas se ha dejado ver junto a Aless Gibaja, un chico que además de ser un pedazo de pan, lleva una vida de celebrity auténtica (básicamente porque lo es). Ambos toman el persistente sol ibicenco mientras comentan algo sobre el uso de un paloselfie. Llámenme mamarracha, pero yo estoy entusiasmada con esto. Es como asistir a un zoo humano. Poder ver en primera fila un comportamiento tan aspiracional y fascinante, casi palpar la noción de lujo más cateta y mal entendida, contemplar de cerca esta oda a las apariencias, es un placer limpio y renovable que no produce culpabilidad ninguna.
A Rollán, como a Bollo, le gusta exponerse, y a mí, como a ustedes, me gusta admirarlo. Todos contentos, pues.