“Vendérselo le costaría tanto como perder un riñón”. Así de gráfico es un amigo de Isabel Pantoja para desmentirme que esté buscando comprador para su piso de Sevilla. Un piso que conocí cuando lo acababa de adquirir y que Isabel, entonces novia de Paquirri, me enseñó con toda la ilusión del mundo: “Mira, aquí el piano de cola y mis discos de oro, el mantón de Manila está bordado a mano… El material de esta mesa se llama metacrilato, y la porcelana es de Lladró… ¿Ves mi cuarto, que ahora es malva y blanco? Pues cuando me case, le quitaré los detalles malva…”. El piso era muy amplio, pero Maribel, su madre y sus tres hermanos, entonces solteros, hacían vida en el cuartito de la plancha. Allí tenían la televisión, donde me pasaron vídeos de las galas (“mucho más guapa que Carmen Ordóñez”, musitaba la madre sin que Isabel la oyera). Y allí comían, en la mesa camilla con brasero –ese día huevos fritos con papas que nos había preparado doña Ana–. “Me lo he comprado con lo que he ganado pateándome los escenarios desde los 14 años hasta los 25 que tengo ahora. Paco no sabía nada”, me contaba Isabel, “cuando terminé de decorarlo le dije: ‘Gordo, te voy a invitar a merendar a casa de unos amigos’. ¡Cuando le aclaré que aquí viviríamos de casados casi se muere del susto!”. Maribel me acompañó al aeropuerto en su Porsche, y mientras seguía desgranando sus sueños ingenuos de niña grande: “En esa iglesia nos casaremos…Por aquí pasaremos con una berlina blanca adornada con clavelinas y tirada por cuatro caballos blancos…”. Y de pronto soltaba el volante para suspirar (el fotógrafo y yo acojonados): “¡Qué ganas tengo de casarme! ¡Y de tener hijos!”. Encendía un cigarrillo (más acojone), y se explayaba: “Al primero, le pondremos Francisco José, y a la niña, Ana Isabel, y yo me retiraré para cuidarlos…”. Y doña Ana, que iba sentada detrás, suspiraba: “!Y qué pedazo de artista se va a perder el mundo!”.