La reina Sofía se ha puesto bótox en la frente y en el código de barras, hasta el punto de que sus cejas permanecen inmóviles mientras habla y le cuesta también sonreír. ¡La sonrisa entrañable de la Reina, su marca de fábrica! Me lo cuenta un amigo que estuvo en el Dorchester londinense, en la gala del centenario de la British Spanish Society; un amigo que es, además, cirujano plástico: “Quería estar lo más guapa posible para esta velada y sus pinchazos no tenían ni una semana. Se le notaba cierta rigidez y algún morado disimulado con el maquillaje”. Y añade con un poco de malicia: “Por ella no pasan los años. Sigue hablando el español con la misma dificultad que cuando era jovencita”.


Me cuentan que al Rey emérito este viaje a Inglaterra de su exmujer (vamos a llamar las cosas por su nombre, porque están separados de hecho desde hace muchos años) le ha sentado como una patada en cierto sitio. Claro que mientras Sofía comía con la reina más reina de todas las reinas, Isabel II, y cenaba con el príncipe Andrés, él estaba en Montecarlo en una visita privada que tal vez solo va a contar esta juntaletras: comiendo con Alberto de Mónaco y por la noche con Carolina de ídem en una fiesta organizada por los príncipes de Orleans. Juan Carlos se quedó parrandeando hasta las dos de la madrugada, aunque no bailó. ¡Y no, no estaba Corinna! Por cierto, que mientras el Rey suele viajar a todo tren y de estrella Michelin en estrella Michelin, doña Sofía se aloja en Londres en el poco pretencioso Meliá White House a 250 euros la noche. Pregunto a mi confidente si este evento ha tenido repercusión en Inglaterra: “Cero, no ha salido en ningún diario. Para ellos la única reina que existe es Isabel”. Siempre haciendo amigos, pregunto también para qué sirve este organismo del que nadie teníamos constancia, y me contesta vagamente: “Unas becas…”