A los ‘triunfitos’, hace quince años, los llamábamos ‘opes’. Y esa palabra y sus nombres estaban pintados con espray sobre las paredes de la modesta casa cerca del parque Güell donde se fueron a vivir cuando salieron de la academia. Dieciséis camas distribuidas en cuatro dormitorios, con tres cuartos de baño. Les fui a hacer un reportaje y ¡menudo follón tenían montado! En la calle Molist de Barcelona, llena de grafitis, decenas de adolescentes habían levantado un campamento con sus sacos de dormir, sus latas de coca cola y sus cantos incesantes, “Bis-bal, Manuuuu”. Día y noche. Los vecinos, desesperados, llamaban a la policía, que dispersaba a las jóvenes sin mucho entusiasmo, ¡ellos tenían también hijos que eran fans de ‘Operación Triunfo’!

Sin sacar el ojo del portal, las chicas me contaban orgullosamente: “no pueden con nosotras, ayer se querían escapar a escondidas al aeropuerto ¡y cogimos diez taxis y fuimos detrás!” Les pregunté cómo eran sus ídolos, “Natalia, la más simpática”, “a Rosa no la dejan firmar autógrafos y sólo nos puede tirar besos desde lejos”, “el Busta el otro día tuvo que reñir a un segurata que nos empujaba y le dijo, déjalas, gracias a ellas somos lo que somos...”. Aunque no todo era de color de rosa: “Chenoa solo sonríe cuando hay prensa delante, va muy de diva y está jugando con el pobre Bisbal, ¡y la Fergó siempre está cansada!” Casi me dio un infarto cuando se pusieron a berrear “Javiaaaan”, y es que el chico se había asomado a la azotea y agitaba una mano. Hasta que al final yo también empecé a gritar y, oigan, me lo pasé de miedo.