A las puertas de la declaración de la infanta Cristina en el juicio del caso Nóos su situación es mala y podría ser peor. No porque la espere la cárcel que, sinceramente, sería una penitencia excesiva si la medimos con las de otras personas que, de forma demostrada, han manejado dinero ajeno con mucha más alegría, sino porque conforme pasan los días va quedando claro que una de dos: o ella nos ha engañado o su marido la ha engañado a ella.  A la espera de lo que declare ante el tribunal, está bastante claro que Cristina de Borbón se benefició, aunque fuera de forma involuntaria,  de los fondos de la empresa familiar Aizoon que Iñaki Urdangarin utilizaba para cobrar sus servicios en el Instituto Nóos. No está mal gastar el dinero que gana el marido pero tienes un problema si ese dinero tiene un origen ilícito y para pagar menos impuestos incluyes el precio de la peluquería como gastos de empresa.  El problema es que durante años, la infanta Cristina tenía perfectamente claro lo que eran gastos privados y gastos institucionales y cuando compraba vestidos o se peinaba para asistir a un acto oficial cuando aún ejercía de infanta, las facturas se enviaban a la Zarzuela para incluirlas en los gastos de protocolo o representación.  Cada atuendo, o gasto de peluquería, que la infanta traspasaba a la Zarzuela debía ser justificado en referencia al acto en el que se habían lucido, aunque quien estaba encargado de este cometido era Carlos García Revenga, secretario de las infantas y, sobre todo su hombre de confianza tanto para los asuntos públicos como para los privados. Pero mejor no abrir otro melón.

Esa práctica duró durante casi todo el tiempo en el que la infanta Cristina formó parte de la agenda institucional de la Zarzuela. Desde luego no era la única, ya que también su hermana Elena podía presentar gastos de representación, además de que las dos recibían una cantidad de dinero que decidía su padre, entonces Rey, de acuerdo con los actos oficiales a los que habían acudido. Tanto Cristina como Elena de Borbón tenían trabajos en empresas privadas de los que cobraban sendos sueldos con los que se supone que se costeaban los gastos privados. Como puede comprobarse, a una le ha ido mejor que a la otra. Jaime de Marichalar no era el marido ideal para la infanta Elena pero, desde luego, no la metió en ningún lío.

La costumbre adquirida de la infanta Cristina de pasar gastos a la empresa, en este caso a la Casa del Rey, no explica que la infanta encontrara de lo más normal que el contable del Instituto Nóos y también de Aizoon le diera la indicación de presentar todas las facturas de los bienes o servicios que había comprado o contratado. También como empleada de la Fundación La Caixa, la infanta Cristina habrá tenido que justifica gastos de viajes de trabajo y sabe qué es lo que puede pasar y que no se le permitiría, por ejemplo, presentar una factura de cualquier cosa que comprara a sus hijos como recuerdo. Es así de simple el asunto en lo que a la infanta se refiere por eso resulta tan complicado entender cómo tras saber que lo que hizo, o le hicieron hacer, no estaba bien, siguiera emperrada en defender a su marido. Quizá también Urdangarin fue engañado por sus socios y colaboradores pero se le dio la oportunidad de reconocer su error y, sobre todo de devolver lo defraudado, y tampoco quiso dar su brazo a torcer.  Al final, a Iñaki Urdangarin y Cristina de Borbón lo que les ha llevado a la sala de juicios no es la ignorancia que alegan sino la negativa a reconocer que se dejaron engañar y, sobre todo, la evidencia de que se saltaron algunos semáforos pensando que no les iban a pillar y que, en el caso de que les pillaran, nadie se atrevería a multarlos.