La madrugada del 30 al 31 de agosto de 1997, Diana de Gales murió al no superar las heridas sufridas en un accidente de tráfico y ese hecho, tan poco singular y tan tristemente repetido en tantas noches tristes, la convirtió en un mito. Aquella noche, la última de un mes de verano me disponía a iniciar unos días de vacaciones antes de empezar a preparar los prolegómenos de boda de la infanta Cristina e Iñaki Urdangarin prevista para el 4 de octubre. A las 5 de la madrugada sonó el teléfono y, al otro lado, mi entonces jefe, Iosu de la Torre, me anunció la mala nueva. “Lady Di ha muerto, en serio”, lo de en serio lo decía porque a aquellas horas su llamada sonaba a gamberrada pero, en realidad, era la manera de convertir en verdad irreversible lo que podía ser una broma de mal gusto.

¿Cómo pudo pasar? Llevábamos semanas, desde que Lady Di apareció a bordo del yate Jonikal dándose un piquito con Dodi Al Fayed, fabulando con el complot de los servicios secretos británicos para quitarse de encima a la parejita e impedir que un musulmán se convirtiera en el padrastro de un futuro rey de Inglaterra. ¿Se la habrán cargado?, no era una pregunta retórica pero sin embargo lo parecía porque no se esperaba, ni tenía, respuesta. En el caso de que, como sostuvo durante años Mohamed Al Fayed, el príncipe Felipe de Edimburgo hubiera ordenado a los servicios secretos la desaparición física de Diana de Gales la operación supondría dotar al marido de la reina Isabel de una inteligencia y capacidad que, sinceramente, no le adornan. El padre de Carlos no soportaba a Diana como no la soportaría ninguna familia a la que hubiera llegado dispuesta a ponerlos en evidencia; en definitiva en una familia de feos nadie soporta a la nuera guapa que, encima, les coloca espejos en todos los pasillos de la casa para que sean conscientes de su inferioridad estética sin que para nada se tuviera en cuenta la ética.

La mañana del 31 de agosto de 1997, el mundo se despertó conmocionado y Diana demostró que sí era la mujer más famosa del mundo porque su muerte llegó a todos los rincones convirtiéndola en una mártir. Fue un día de locos, sobre todo para los que durante años pensaron que las historias de Lady Di eran asuntos menores que se ventilaban en las revistas del corazón y en las páginas de sociedad de los diarios y nunca en las de internacional donde tenían cabida los sesudos asuntos que se dirimían en el 10 de Downing Street, la residencia del primer ministro británico. Pero mira tú por donde, al final aquel tema menor para quienes consideraban, y aún consideran, los asuntos de la realeza una frivolidad, estuvo a punto de cargarse la monarquía británica y con ella todo un sistema y un orden político. Por eso, cuando una llamada de madrugada me alertó de la muerte de Diana supe que el lío no había hecho más que empezar.