Cada cierto tiempo –muy de vez en cuando, pienso yo–, Óscar, Adrián y yo dejamos a nuestras respectivas parejas en casa y nos largamos de fin de semana.

Es lo que nosotros llamamos “Los viajes de club”, y ese club es tan exclusivo que sólo pertenecemos nosotros. Su primer y único mandamiento es: “Lo que suceda en  los clubs se queda en los clubs”. Viajamos siempre fuera de España porque así puedo desbarrar a gusto sin temor a que haya alguna cámara de móvil que me pille en varios renuncios. En esta ocasión el destino elegido es Lisboa. La primera vez que visité la ciudad fue con novio, hace casi quince años. Después he vuelto en muchas ocasiones con novio, sin novio, con amante, en busca de, con amigos e incluso solo. Jamás me ha defraudado. Es, sin lugar a dudas, una de mis ciudades favoritas. No me canso de patearla. Admiro la educación de los portugueses y me sorprende que nos traten tan bien cuando nosotros siempre los hemos maltratado porque los considerábamos los hermanos pobres. Menuda paradoja. Ahora somos casi tan pobres como ellos. Siempre tengo ganas de volver a esta ciudad en la que un día fui joven. Aprovecho para escribir este diario desde el aeropuerto de Madrid porque dudo que, una vez allí, me quede tiempo para darle a la tecla.