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Llevo partiéndome la boca por Letizia Ortiz desde el principio de los tiempos. Tampoco me lo ha pedido nadie, todo hay que decirlo. Lo he hecho por convicción, aunque a veces me faltaran las razones.
Entre nosotros: durante este tiempo he echado en falta que a través de un emisario me enviara un mensaje no ya de agradecimiento sino un “sé lo que haces” o “me apetecería conocerte”. Pero nada. Le hice llegar mi libro dedicado pero no obtuve respuesta. Después de que coincidiera con ella en una fiesta le pregunté a Belén Esteban si le había dicho algo para mí. “No”, me contestó titubeante, por temor a hacerme daño. Ya no sé qué hacer. Supongo que me encuentro tan perdido como Jaime Peñafiel. Tantos años despotricando contra Letizia y ahora se las tiene que tragar dobladas. La abdicación del Rey ha enviado a Peñafiel al cajón de las reliquias. Seguirá escribiendo, supongo, pero sus artículos vendrán al mundo ya muertos. Si mi sobrino de veintiséis años pasa de Letizia Ortiz como de masticar aire, a saber qué le pueden importar las parrafadas de Peñafiel. ¿Queréis la respuesta? Nada. Lo mismo que le importan los programas que presenta esta grandísima estrella de Telecinco que soy yo mismo. Estoy por llamar a Peñafiel y sacarlo de copas para brindar por nuestro infausto destino: el olvido.