Me llama Pau para contarme que, después de un año, ha roto con su novio. Pau tiene cuarenta y el muchacho veintitrés. El muchacho era la envidia de toda la cristiandad: guapo, cachas sin exagerar, simpático. Pero tenía un defecto: estaba todo el puñetero año a dieta. Pau también se cuida lo suyo pero lo del otro no tenía nombre.

 

Su existencia –según me relata Pau– se basaba en comer un pescado cuyo nombre no puedo recordar y verduras a cascoporro.

 

Pau quiso un día sorprender a su chico llevándolo a un restaurante buenísimo pero el muchacho le montó un pollo porque había descongelado verduras y pescado del dudoso nombre y en el restaurante tendría que saltarse la dieta. Fue ese día cuando Pau se dio cuenta de que esa historia no llegaría a buen puerto.

 

Cuando me lo estaba contando pensaba en P. Me gusta que se tome sus cañas, que le guste el vino como a mí y que no tenga inconveniente en cenar pizza. Un kilo de más siempre proporciona más felicidad que un kilo de menos.