Cuando yo tenía veinte años empecé a salir por el ambiente gay. Siempre acababa en Metro, discoteca donde he consumido la mayoría de los fines de semana de mi primera juventud.

Salía a ligar y cuando no lo hacía volvía a casa cabreado como una mona. Luego he seguido saliendo para ligar, jamás he entendido a esos que dicen que salen para pasárselo bien. Yo, si no había cama de por medio, consideraba que había echado la noche a perder. Ahora la gente ya no sale a ligar porque llega ligada a los bares. Gracias a las múltiples aplicaciones que puedes encontrar en internet irse a la cama con alguien se ha convertido en algo tan fácil como darse una sauna en un gimnasio, que también es un territorio muy propicio para mantener encuentros sexuales con desconocidos. La que estaba en el vestuario de los chicos del gimnasio al que yo iba hace tiempo en Madrid la tuvieron que cerrar porque se armaban unas bacanales que pa qué las prisas. A mí eso de que la gente llegue ya satisfecha a las discotecas no me gusta demasiado. Le quita picardía al asunto. Prefiero la manera de relacionarnos que teníamos en mi juventud: donde esté una mirada ciega de deseo que se quite un emoticono.